EL ORIGEN DE LA INQUISICIÓN (Parte I)
LOS CÁTAROS
El origen de la Inquisición o Santo Oficio estuvo en el sureste de Francia, reafirmando dogmas y doctrinas de la Iglesia y persiguiendo a herejes cátaros. La Inquisición, esa institución que se presume tan española y que incluso algunos pretenden verla solo en España, no nació aquí.
La Inquisición o Santo Oficio, con sus tribunales plenos de poder, determinó en gran medida la dinámica social de los reinos que hoy constituyen España, especialmente Castilla. Esta importancia no pasa desapercibida y, de hecho, la Inquisición es probablemente la institución histórica más conocida por los españoles y por los que no lo son. Es más, hay una creencia popular a nivel internacional que identifica a la Inquisición con España, como si fuera una organización pura y únicamente española. Sin embargo, ni nació en España, ni actuó solamente en España, ni fue realmente lo que en demasiadas ocasiones se dice y se cuenta.
El primer libro que escribí fue precisamente sobre este tema, para desmitificar los mitos y tópicos que se cuentan de la Inquisición y desvelar verdades y mentiras, unas mentiras que se han amplificado en exceso (y siguen amplificándose gracias a una Leyenda Negra, que los españoles sufrimos desde hace siglos). Este artículo solo intenta dar un poco de luz sobre una realidad que pocos conocen: el nacimiento de la Inquisición que, a pesar de lo que muchos creen, no nació en la católica España.
Para comenzar, debemos abordar la historia del cristianismo y tener muy en cuenta cómo se organizó a partir del siglo IV y, más concretamente, desde la celebración de una serie de concilios que crearon normas, doctrina y dogmas de fe. Sin embargo, antes de que se iniciara esta cadena de concilios que comienza con el celebrado en Nicea en el año 325, poca uniformidad se podía percibir en las muchas comunidades cristianas que prolíficamente habían surgido durante trescientos años en Europa, Asia y África. Esta proliferación hizo que se multiplicaran el número de fieles, el de obispos que les dirigían y las más variopintas interpretaciones de la fe cristiana que adoptaban y defendían.

Primer Concilio de Nicea (325), sosteniendo
el Credo Niceno-Constantinopolitano de 381
Los concilios de Nicea (año 325), Constantinopla (año 381), Éfeso (año 431) y Calcedonia (año 451) son clave para explicar la génesis del Cristianismo Católico porque crearon unas normas y unos dogmas incontestables que marcaban la frontera entre estar dentro o fuera de la ortodoxia y, por tanto, estar de acuerdo o en contra de lo que se consideraba verdadero e incuestionable. A partir de ese momento se considerará herejía toda afirmación relacionada con la fe cristiana que niegue, discuta o contradiga la «verdadera doctrina de la Iglesia» y a los que las expresen se les conocerá como herejes (según la R.A.E. herejía es «Error sostenido con pertinacia en relación con una doctrina religiosa»).
Resulta evidente que poner orden y uniformidad después de trescientos años de desmadre normativo y organizativo fue una tarea ardua. Pero los líderes de la Iglesia del siglo IV contaban con la autoridad y los medios que les conferían los emperadores romanos, así como la oficialidad que había adquirido el cristianismo en el Imperio a partir de Teodosio en el año 380, por lo que se afanaron no sólo en escribir las normas, sino en aplicar con rigor la obligación de seguirlas. El cristianismo inicial perdió frescura y libertad de interpretación, consustancial a unas enseñanzas de las que su creador no dejó ni una línea escrita. Pero, por otra parte, se adaptó a la burocracia normativa de un imperio con el que mantendrá una línea de acción, preludio del magnífico maridaje que se ira estableciendo a lo largo de la Historia entre monarquía e Iglesia.
¿Con cuantas herejías tuvo que batirse el cobre la Iglesia tras estos concilios? Juan Antonio Llorente[i], profundo y crítico estudioso de la Inquisición, describe en su obra una minuciosa relación de herejías desde el siglo I. Nos indica que en los primeros dos siglos del cristianismo las diferentes interpretaciones de la fe cristiana fueron hasta treinta y dos, destacando a herejes más o menos conocidos, como Simón el Mago, o heterodoxos que hoy tendrían muchos seguidores entre los “animalistas” del PACMA, como Taciniano en torno al año 173 quién, por cierto, renegaba del vino al que consideraba una sustancia diabólica.
Algunas herejías como la de los Catafrigios, celebraban la misa cogiendo a un niño al que hacían multitud de picaduras pequeñas en todo su cuerpo y, recogiendo la sangre que de ellas manaba, la amasaban con harina y hacían pan para celebrar su pascua. Si el niño moría era reputado entre ellos por mártir y si sobrevivía le conservaban para gran sacerdote.
También entran dentro de lo verdaderamente curiosos los Adamianos quiénes siguiendo el ejemplo de Adán, se retiraban a vivir de forma “natural” en cuevas en un desierto y, por supuesto, absolutamente desnudos, formando comunidades que denominaban “el paraíso”, precursoras de los actuales campamentos nudistas.
Llorente, en esta exhaustiva descripción de las primeras herejías continúa describiendo nada menos que treinta y una en el siglo III, noventa y una en el siglo IV, cuando se comienzan a celebrar los concilios y, ya en franco declive, cuarenta y cinco en el siglo V y solamente diez en el siglo VI. No nos cabe duda que en este descenso mucho tuvo que ver la manu militari con la que la Iglesia comenzó a hacer valer su poder y su derecho a controlar lo que había y lo que no había que creer, algo que seguirá haciendo hasta no hace demasiados años. En este sentido, el concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563 ante la herejía luterana, marcará el cenit de la vigilancia doctrinal y el punto álgido de la organización normativa de un cristianismo que, probablemente, el mismo Jesús de Nazaret no reconocería como algo propio, pero esto no es más que una opinión personal que estoy siempre dispuesto a debatir.
A partir del siglo VI las herejías serán muchas menos pero no desaparecerán. Si hubieran desaparecido no habría escrito estas líneas, ustedes estarían leyendo otra cosa y, sin duda, la Iglesia no habría tenido excusa para disponer de mecanismos de control de tan enorme eficacia sobre la población como la Inquisición. Por ello, en el siglo XI tuvo lugar el primer gran cisma, el Cisma de Oriente, provocado por el conflicto de intereses y la pugna de poder entre la Iglesia Romana y la Iglesia Bizantina, entre el obispo de Roma y el patriarca de Constantinopla. Un cisma que hoy se mantiene de forma absurda porque las diferencias son más de forma que de fondo y más relacionadas con el mantenimiento del poder que con el núcleo de la doctrina.
Tras la culminación del Cisma de Oriente en 1054, Roma tuvo que enfrentarse a nuevas herejías provocadas en muchos casos por las crisis económicas y sociales. La riqueza de la Iglesia y su alejamiento del mensaje cristiano tomado al pie de la letra, impulsaron nuevos movimientos que pretendían volver a los orígenes y que se negaban a admitir la legitimidad de un catolicismo oficial, cada vez más alejado del ejemplo y palabras de Jesús de Nazaret.
Surgieron así en el siglo XII los valdenses o enzapatados, llamados así por llevar una señal en forma de cruz en la parte superior de los zapatos. Imitaban la vida sencilla de los apóstoles, no reconocían al Papa sino a su propio líder al que llamaban “magnate” y, según Llorente, eran muy libidinosos.
Como continuación de los valdenses surgieron los maniqueos que, además de ser gnósticos y vegetarianos, seguían las antiguas creencias orientales creadas por Manes en el siglo III. Los maniqueos revivieron en Europa en el siglo XI por obra de unas comunidades procedentes de Bulgaria, llamadas bogomilos, y germinaron con ciertas adaptaciones en los siglos XII y XIII en el Languedoc francés. Estos grupos constituyeron las comunidades de cátaros o albigenses, a los que nos referiremos con más detalle a continuación, por ser claves en la génesis de la Inquisición
Más adelante, a finales del siglo XIII, aparecieron los dulcinistas, con opiniones radicales y violentas sobre la necesaria pobreza en la que debía vivir la Iglesia, algo que contrastaba fuertemente con la realidad y que provocó la ira de los obispos y del propio Papa. Los dulcinistas además se adelantaron a su tiempo con ideas como la igualdad y la libertad de todos los seres humanos, oponiéndose al feudalismo, por lo que duraron más bien poco.
Más divertidos en el sentido más mundano, prosaico y sensorial de la palabra nos parecen los beguinos o “hermanos del cielo” quiénes vestían hábito negro y capucha y se entregaban a los placeres de la carne, incluido el sexo, por supuesto.
Y cerraremos este breve repaso a las muchas disidencias heréticas cristianas refiriéndonos a la que más huella ha dejado en la Iglesia por la profundidad del cisma que provocó y también por su cercanía en el tiempo, el luteranismo con todas las derivaciones que surgieron posteriormente.
La pregunta que podemos y debemos hacernos llegados a este punto es ¿qué hacía la Iglesia ante tanta disidencia? Siguiendo una vez más a Llorente, parece que, en los primeros años del cristianismo, en los años de la confusión, los considerados herejes no eran perseguidos, sino exhortados a seguir la verdadera fe y, como mucho, excomulgados. Algo que se mantuvo inicialmente tras el Concilio de Nicea. A este respecto, Juan Antonio Llorente nos dice literalmente:
Las leyes que los emperadores de oriente y occidente dieron contra los herejes, imponían entre otras penas, la nota de infamia, privación de empleos y honores, inhabilidad para dignidades, confiscación de bienes, prohibición de testar e incapacidad de adquirir por testamento, destierro, y a veces deportación. Después se creyó que peligraba la tranquilidad del imperio, si no se cortaba el peligro con castigos capaces de producir escarmiento.
La última frase que acabamos de leer nos indica que ya desde el siglo IV se comenzó a “cortar por lo sano” y al no disponer de un corpus jurídico al respecto ni un procedimiento establecido se seguían las instrucciones del Papa o, en su ausencia, del obispo más cercano. Así se reprimían, siguiendo sus dictados, las opiniones en contra del dogma o de la doctrina oficial. Los castigos eran duros y no escatimaban la condena a muerte para los relapsos, es decir, aquellos que reincidían tras una primera condena o los que siendo juzgados por primera vez se negaban a reconocer su pecado a pesar de las pruebas presentadas.
Por otra parte, los arrepentidos que aceptaban su culpa eran condenados a cumplir una penitencia canónica que incluía su público arrepentimiento tras ser azotados. Un buen ejemplo de este rigor lo tenemos en un ilustre obispo gallego del siglo IV, probablemente la primera víctima relevante de la represión de la herejía, condenado a la pena de muerte por una creencia supuestamente herética. Me refiero al gallego Prisciliano, obispo de Ávila, quién en el año 385 fue ejecutado por la justicia seglar, pero a instancias de varios obispos entre los que destacaba su peor enemigo, Idacio obispo de Mérida.
Prisciliano fue decapitado acusado de brujería, pero esto no fue más que una excusa. En realidad, despertó todas las alarmas al proponer una Iglesia basada en la vuelta a la pobreza, la presencia activa de las mujeres en los ritos, la libre interpretación de los textos sagrados e incluso algo tan divertido, como inaceptable para la jerarquía, como era celebrar la misa incluyendo bailes y sustituyendo el pan y el vino por uvas y leche.

(by Yearofthedragon)
No puedo dejar pasar la teoría del escritor Sánchez Dragó respecto a Prisciliano[ii]. Sánchez Dragó postula que, tras su muerte, el decapitado cuerpo de Prisciliano fue conducido a su Galicia natal en un carro de bueyes y, al llegar a estas tierras, sus discípulos decidieron dejar que estos animales anduvieran sin control y enterrar el cuerpo en un campo bajo las estrellas (campus stella) en el lugar donde se detuvieran. Este relato, tan similar al del enterramiento del apóstol Santiago, le lleva a hipotetizar que el cuerpo que se guarda en la catedral de Santiago de Compostela no es el de este Santo, sino el de Prisciliano. Sería interesante realizar una datación por radiocarbono del cuerpo allí enterrado para comprobar su antigüedad.
En los primeros siglos de la Edad Media las penas por herejía variaron en función del momento y del Reino. Así, los visigodos no condenaban a muerte, pero sí a destierro, multas o azotes. En Francia, por el contrario, las penas iban de los azotes a la pena de muerte, como la aplicada en 1022 a un grupo que resucitó la herejía maniquea. La excomunión fue siempre utilizada. En cualquier caso, no había unidad de criterio.
En el siglo XI el desastre moral y organizativo de la Iglesia de Roma era de tal magnitud que el Papa Gregorio VII tomó la determinación de llevar a cabo reformas tajantes que serán conocidas como la Reforma Gregoriana. En 1075 Gregorio VII publicó un Dictatus Papae en el que manifestaba como dogma que el Papa era infalible, señor y soberano de todo el orbe católico, que se encontraba por encima de reyes y príncipes y que sólo él podía poner y deponer obispos.
Estas decisiones llevaron a la Querella de las Investiduras ante la oposición del emperador y de la nobleza a la prohibición de nombrar ellos mismos a los obispos. Gregorio VII no tuvo demasiado éxito y terminó muriendo en 1085 desterrado de Roma, pero creó una línea de iniciativas que perseguían el control efectivo de una Iglesia tan poderosa como difícil de gobernar. Esto será de gran importancia en el control de las herejías directamente por Roma, especialmente cuando el brote herético fuera de gran magnitud y que llevará, como veremos a continuación, a que el Papa designe legados papales plenipotenciarios para abordar los problemas sin depender del capricho de obispos, reyes o nobles. Una vez se creó la autoridad de legado papal puede ser fácil entender que esta figura se institucionalice y determine la creación de una organización estable y especializada en control de las herejías, la Inquisición.
* * * * *
El III Concilio de Letrán celebrado en Roma en 1179, en su canon número 27 exhortaba a atajar las herejías de los valdenses y de los albigenses. La Iglesia, regida en aquel momento por Alejandro III, delegó la solución del problema en los obispos de la zona en la que estas creencias se estaban implantando, el Languedoc al sur de Francia. Sin embargo, las medidas que se tomaron no surtieron efecto y las creencias albigenses se extendieron y popularizaron, especialmente entre la próspera burguesía e incluso la nobleza, agravando el problema a ojos del Papa. Ninguno de los sucesores de Alejandro III supo abordar el problema con eficacia, aunque no dudaron en aplicar las máximas penas, como podemos apreciar en este fragmento de Juan Antonio Llorente refiriéndose al Papa Lucio III (1181-1185):
El papa Lucio III, de acuerdo con el emperador Federico I, decretó que, siendo despreciada algunas veces la disciplina eclesiástica, fuesen entregados a la justicia secular aquellos a quienes los obispos declarasen por herejes y no se arrepintiesen.
Como vemos en el texto, eran los obispos en sus diócesis respectivas los responsables de perseguir los delitos de herejía y, por tanto, se adolecía de unidad de acción, por lo que los esfuerzos y medidas que se tomaban no eran eficaces. Faltaba dar el siguiente paso, crear un cuerpo eclesiástico dirigido por el Papa directamente y auxiliado por los reyes de la cristiandad y los obispos, pero con autonomía y libertad en su toma de decisiones.

Fresco Monasterio del Sacro Speco
de San Benito (Italia)
Este paso lo dio Inocencio III quién, en 1198 y con el deseo de gestionar directamente la solución a la herejía albigense, organizó un grupo de legados pontificios que envió a la zona disidente. Éste es el origen, como detallaremos más adelante de la Inquisición. Esta institución, tan genuinamente española para la mayor parte de los mortales, no tuvo su origen en España, sino en Francia, donde mostró desde muy pronto su escaso sentido de la piedad y una desmedida crueldad.
Los albigenses o cátaros eran un movimiento gnóstico y herético que se desarrolló entre finales del siglo XII y mediados del siglo XIII. Según el Diccionario de la RAE el término cátaro procede del latín medieval cathari, que a su vez procede del griego καθαρός, puro. Según Carles Gascón, los propios cátaros no utilizaban habitualmente este término para identificarse sino el de bons hommes y bones femmes[iii].
El Gnosticismo es una corriente de pensamiento filosófico-religioso que sostiene que la salvación no se consigue con la fe, sino a través del conocimiento. El ser humano debe entrar en contacto con la verdad a través de su comunicación directa con Dios. El gnosticismo cátaro afirma que el ser humano sólo puede alcanzar la felicidad al morir, ya que de esa manera el alma se libera del cuerpo y se une a su principio creador. Pero para ello debe haber pasado en la Tierra por un proceso que le lleve al conocimiento y al alejamiento de lo material o de lo contrario volverá a reencarnarse. Entre los cátaros a los que llegan a la gnosis, al conocimiento, se les llamaba perfectos.
Además, los cátaros sostenían una serie de creencias que chocaron con la Iglesia Católica y la llevaron a considerar la doctrina cátara como una grave herejía: No creían que Cristo se reencarnara en hombre porque esto supondría verlo sumido en la materia. Negaban, por tanto, que Cristo sufriera ya que nunca estuvo encarnado en un cuerpo real. No reconocían la autoridad del Papa y creían que la Iglesia Católica era obra del Diablo para combatir a la verdadera Iglesia de los Apóstoles, la de los Cátaros. No admitían ni imágenes ni otros símbolos. Rechazaban los sacramentos, las armas y la violencia. No debían mentir, ni hacer promesas y rechazaban los bienes materiales.
Por otra parte, alababan la vida en castidad, pero no la imponían, excepto cuando alcanzaban la dignidad de perfectos. Mantenían la creencia en un solo sacramento, el consolamentum, consistente en una fórmula verbal que se aplicaba en dos ocasiones. A los que habían demostrado su perfección y pasaban a la categoría de perfectos, y a los que iban a morir, por lo que se convertía en una especie de extremaunción o perdón de los pecados.
Un apartado interesante y a tener en cuenta es el del papel de la mujer en la sociedad y religión cátara. En algunos lugares la proporción de mujeres con el grado de perfectos llegó a ser del 45%. Estas perfectas, habitualmente aristócratas y viudas, podían actuar de la misma forma y con las mismas prerrogativas que sus compañeros varones, es decir, administrar el consolamentum, predicar y presidir la bendición de los alimentos. No obstante, también debemos apuntar que las mujeres perfectas normalmente pasaban a segundo plano cuando en la ceremonia se encontraba un perfecto varón y nunca desempeñaron cargo de obispo o diácono.
El catarismo llegó al Languedoc en 1167, donde arraigó fuertemente, gracias a un búlgaro llamado Nicetas, obispo bogomilo de Constantinopla y conocido como el «papa Nicetas». Los cátaros serán también conocidos como albigenses por la fuerte relación de la ciudad de Albi con estas creencias, pero a finales del siglo XII también era muy popular en ciudades como Carcassonne, Tolosa, Agnes y Razès. El catarismo encontró un terreno abonado en esta zona burguesa de alto crecimiento comercial y económico que aceptaba la monetización de la economía, y pretendía utilizar el préstamo, prohibido por la Iglesia. Una prohibición que la propia Iglesia se saltaba para ejercer la usura descaradamente. En un rincón de Francia alejado del poder del Papa y del rey de Francia.
Por otra parte, la pequeña nobleza, generalmente disponía de pocos medios y eran muy dependientes de las rentas de los campesinos que, a su vez, se veían esquilmados por el pago del diezmo a la Iglesia, un pago que todos rechazaban por la alta impopularidad de la Iglesia Católica. El pago del diezmo se reactivó con la Reforma Gregoriana de finales del siglo XI y principios del XII, restando capacidad económica a los campesinos y consecuentemente a los nobles.
Los cargos eclesiásticos se compraban, el alto clero, obispos y abades, actuaban como señores feudales y acumulaban riquezas que no compartían y que provenían de prácticas impopulares, como el cobro por impartir sacramentos o el diezmo. Además, mantenían relaciones sexuales e incluso ejercían la usura que ellos mismos prohibían. Por ello, se ha visto en la herejía albigense un intento de volver a la Iglesia primitiva, rechazando el poder temporal del Papa, creando nuevas comunidades cristianas, reafirmando la pobreza, la caridad, el pacifismo y tomando a los apóstoles como única referencia.
La alta nobleza, por otra parte, contempló la posibilidad de eliminar la fuerte competencia económica y de poder que suponía la Iglesia. Vieron con enorme atractivo unas creencias que les dejaba vía libre para acaparar riquezas sin la competencia de los obispos y que prometía la vida eterna a cambio simplemente de creer y no de pagar o someterse. Entre los aristócratas más importantes que apoyaron a los cátaros mencionaré a Raimundo VI de Tolosa (1194-1222), Ramón Roger de Foix (1188-1223), Roger de Trencavel (1185-1209) y Bernardo IV de Cominges (…-1225).
El número de cátaros o albigenses es difícil de precisar, pero Mario Gutiérrez cifra su presencia en el 25% de la población en las zonas de máxima difusión herética lo que indica una implantación muy significativa[iv]. Debemos hacer notar además que el catarismo se implantó especialmente entre las capas más elitistas: patriciado urbano, burguesía comercial y artesanal y nobleza.
Ante la imparable expansión de esta herejía, el Papa Inocencio III se vio en la necesidad de combatirlo eficazmente y para ello, como veíamos anteriormente, organizó en 1198 un grupo de legados pontificios. Esta iniciativa del Papa, apoyada por el rey de Francia y el Emperador del Sacro Imperio, se vio impulsada no sólo por su celo religioso, sino también por los pingües beneficios económicos que esta persecución les podría reportar por la confiscación de bienes de los condenados. Es importante reseñar en relación a esto que a principios del siglo XIII la Iglesia Cátara había conseguido acumular gran cantidad de bienes, fruto de donaciones de los más ricos y de los propios perfectos cuando eran investidos como tales y renunciaban a lo que poseían.
Para intentar acabar con la herejía los legados pontificios, los monjes Pedro de Castelnuovo y Radulfo, comenzaron a predicar en 1203 e incluso tuvieron algunas conferencias con los perfectos más destacados, logrando convencer a unos pocos. La dificultad era grande por el arraigo de estas creencias heréticas, pero también por la escasa colaboración de los obispos católicos de la región, a pesar de la cual mantuvieron su labor evangelizadora e impusieron sus criterios y decisiones.
En 1204 se unió a ellos Arnaldo, abad del Císter. Los tres legados continuaron intentando convencer de su error a los cátaros, pero sin dejar a un lado el poder de coacción que ostentaban al estar habilitados para condenar a los que no se alejaran de lo que ellos consideraban «graves errores». Las condenas en estos momentos iniciales no sólo incluían la confiscación de bienes sino también penas de multa, cárcel, destierro o incluso la muerte que eufemísticamente se denominaba «relajación al brazo seglar o secular».
Sin embargo, el escaso éxito llevó a Arnaldo a retirarse a atender sus asuntos y Pedro de Castelnuovo y Radulfo siguieron predicando y debatiendo con los perfectos, pero sin conseguir avances significativos y manteniendo una difícil relación con los obispos católicos, especialmente con el de Béziers y el de Narbona.
Y fue, entonces, cuando ocurrió un hecho transcendental
Ver la segunda parte «El origen de la Inquisición. Los Dominicos» que será publicada próximamente.

Luis Orgaz Fernández
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