EL ORIGEN DE LA INQUISICIÓN. LOS DOMINICOS

Parte II

El origen de la Inquisición no puede entenderse sin la orden de los Dominicos, creada para perseguir la herejía por Santo Domingo de Guzmán.

En 1206 se produjo un hecho transcendental que cambiará la Historia. Pedro de Castelnuovo y el monje Radulfo, los legados pontificios nombrados por el Papa para combatir la herejía de los cátaros, se encontraban desalentados ante la magnitud de la tarea encomendada y las grandes dificultades para conseguir sus objetivos. Y fue entonces cuando se encontraron casualmente con dos religiosos españoles. Estos volvían de Roma tras cumplir una misión diplomática y fueron sensibles al desaliento de los dos franceses.

Los españoles, Diego de Acebes, obispo de Osma, y Domingo de Guzmán, joven canónigo de la diócesis palentina, mostraron gran interés por la dura tarea de sus interlocutores, tanto que Domingo de Guzmán sintió una llamada interior que cambió su vida. Encontró su vocación evangelizadora y tomó la decisión de dejar su cómoda vida y combatir la herejía allí donde surgiese. Pero como no podía hacerlo solo decidió reunir un grupo de predicadores a los que dirigir en esta empresa.

Estos predicadores debían actuar desde la pobreza y la humildad y trabajar en parejas. Fueron inicialmente doce monjes que revitalizaron la predicación y permitieron continuar la lucha contra la herejía. Juan Antonio Llorente, en su obra Anales de la Inquisición, recoge estos hechos y nos cuenta el papel protagonista en la lucha contra los albigenses de Santo Domingo de Guzmán que, como veremos más adelante, conseguirá crear en Roma una Orden de predicadores que llevará su nombre, Dominicos, y constituirá el núcleo de la Inquisición o Santo Oficio a lo largo de su dilatada historia.

Sin embargo, la herejía seguía sin ser reducida entre otras cosas por el firme apoyo de los nobles, especialmente el más poderoso, Raimundo VI de Tolosa, a pesar de ser reconvenido varias veces por los legados pontificios. En un ambiente cada vez más tenso se produjo en 1208 el asesinato de Pedro de Castelnuovo, probablemente perpetrado por un escudero de dicho Raimundo VI[i], circunstancia tan grave que llevó al Papa Inocencio III a decidirse por intervenir militarmente y pedir ayuda a los príncipes de la cristiandad para llevar a cabo una cruzada contra la herejía albigense.

Santo Domingo de Guzman
Claudio Coello
Museo Nacional del Prado

La decisión de proclamar una cruzada estuvo también marcada por las traumáticas circunstancias del final del siglo XII para la Iglesia. A la caída de Jerusalén en manos de Saladino en 1187 se sumó, en el otro extremo del Mediterráneo, la invasión Almohade y la desastrosa derrota de Alarcos en 1195 que hacía peligrar la estabilidad de los reinos cristianos en la Península Ibérica. El mundo católico se tambaleaba ante el empuje musulmán en el Este y en el Oeste y, para colmo de desgracias, surgían con fuerza movimientos heréticos en el mismo corazón de Europa. El Papa Inocencio III actuó con decisión bajo la presión de un ambiente exaltado e inició su intervención contra los albigenses, decidiéndose por la intervención militar en forma de cruzada ante este contexto y la gravedad que tomaban los hechos en el Languedoc.

El Papa acusó a Raimundo VI de Tolosa del crimen de Pedro de Castelnuovo a pesar de no estar probada tal circunstancia. Raimundo reaccionó rápidamente y pidió perdón poniéndose al servicio del Papa, pero no pudo librarse de un duro castigo ya que se le impuso la penitencia de ser azotado y pedir perdón semidesnudo en la iglesia de Saint Gilles, su ciudad natal. No obstante y gracias a esto, se libró en sus territorios de la primera embestida de los cruzados que se dirigieron contra otros señoríos occitanos contaminados por la herejía albigense.

Las tropas de cruzados, en torno a veinte mil hombres, se organizaron en Lyon, participando la alta nobleza francesa y caballeros entre los que se encontraban el duque de Borgoña, el conde de Nevers y Simón de Montfort, bajo la dirección del enviado pontificio, el impetuoso, ambicioso y cruel Arnaud d’Amaury.

Esta cruzada no solo tuvo un carácter religioso. Historiográficamente también ha sido entendida como un choque cultural entre dos Francias muy diferentes a principios del siglo XIII, la del norte y la del sur. Un choque en el que los cruzados aparecen como unos bárbaros feroces y sanguinarios que destruyen el sureño Languedoc luminoso y próspero, y no solo económicamente, sino también en ideas y cultura. A este respecto, Martín Alvira Cabrer define así las diferencias[ii]:

Una Francia del norte rural, cerrada, autárquica y gobernada por una nobleza ruda, despótica y fanatizada; y un Midi abierto a Oriente y al Mediterráneo, con prósperas ciudades regidas por gobiernos municipales casi democráticos y una burguesía rica, cultivada y tolerante.

Los enfrentamientos se iniciaron en Béziers, donde se produjo una horrible matanza. Los habitantes de esta ciudad que se refugiaron en las iglesias fueron quemados dentro, se violó, saqueo y asesinó con el beneplácito de los delegados papales y tras la barbarie del asalto fueron condenados a la hoguera todos los que levantaban la más mínima sospecha de ser cátaros. David Barreras y Cristina Durán cuentan que un soldado preguntó al legado Arnaldo d’Amaury cómo distinguir a los herejes para no ejecutar a los que no lo eran y la respuesta fue tan brutal como concluyente: “matad a todos, que Dios ya distinguirá a los suyos”. 

A Béziers le siguió el asedio de Carcassonne que tras caer en manos de los cruzados contempló la ejecución en la hoguera de los cátaros e incluso el encarcelamiento y muerte del señor de la ciudad, el vizconde Roger Trencavel.

Tras la conquista de Carcassonne, Simón de Montfort, barón de la Isla de Francia, que contaba con experiencia militar por haber participado en la Cuarta Cruzada, fue elegido jefe de los cruzados. Simón de Montfort, hombre cruel y ambicioso, aceptó los títulos del fallecido Roger de Trencavel, algo que otros nobles habían rechazado anteriormente, y mantuvo un clima de terror en Albi, Minerve, Termes, Puivert, Lastours, Cabaret, Lavaur y Casses, ordenando quemar en la hoguera por indicación de los legados pontificios y sin juicio previo a casi dos mil cátaros, que se convirtieron en héroes y mártires por su serenidad ante la muerte.

Los cátaros expulsados de Carcassonne
Taller del Maestro Boucicaut
Grandes crónicas de Francia (1415)

Fue entonces cuando entró en escena el rey de Aragón. Era el año 1213 y Pedro II volvía a su reino tras la decisiva victoria de las Navas de Tolosa contra los almohades. Era conocedor de la situación y estaba dispuesto a intervenir ante los abusos de Simón de Montfort. Es importante reseñar que los condes de Tolosa, Foix, Comminges y el difunto vizconde de Carcassonne habían suscrito anteriormente vasallaje y por tanto protección, con el monarca aragonés por lo que éste se veía obligado a intervenir.

El 12 de septiembre de 1213 se produjo la batalla de Muret que enfrentó a las tropas aragonesas con los cruzados y en la que fue derrotado y muerto Pedro II. Carles Gascón nos dice que la ventaja de Pedro II sobre Simón de Montfort era evidente, pero la muerte de Pedro II al iniciarse el enfrentamiento y la falta de cohesión del ejército del rey de Aragón, compuesto por nobles aragoneses y occitannos con una larga historia de recelos, dieron al francés una rápida victoria. Muret, para la Corona Aragonesa, representa una derrota muy significativa, ya que supone un antes y un después en sus aspiraciones más allá de los Pirineos, a pesar de que siguió controlando amplios territorios. A partir de este momento los acontecimientos se desencadenaron y Montfort controló totalmente la situación como siempre de forma contundente y cruel. Tomó todas las tierras de Raimundo VI incluida la rica Tolosa y el Papa le reconoció como señor de todo lo conquistado.

En tanto esto sucedía, Domingo de Guzmán a principios de 1215 fundó la primera casa de la Orden de Predicadores en Tolosa y poco después se dirigió a Roma, con ocasión del IV Concilio de Letrán, para pedir al Papa confirmación de su institución contra la herética pravedad. Una vez conseguida la aprobación redactó la regla de la nueva orden y volvió a Roma al año siguiente. En diciembre de 1216 el Papa Honorio III le otorgó la bula Religiosam Vitam por la que autorizaba la nueva Orden de Predicadores. A partir de ese momento los acontecimientos se aceleraron y los frailes de Domingo de Guzmán comenzaron a multiplicarse rápidamente en Francia, España e Italia, organizándose en ocho provincias en 1220.

Un año después, agotado físicamente, Domingo fallecía en Bolonia dejando creadas más de sesenta comunidades que se dedicaban, prácticamente en exclusiva, a evangelizar herejes y combatir las herejías. Domingo de Guzmán, rodeado de un halo de santidad fue canonizado poco después, en 1234, y su orden comenzó a ser conocida como la orden de Santo Domingo que, según palabras del propio Papa, estaba destinada a “evangelizar el mundo entero” y estaba formada por “caballeros de la fe, que la defienden contra quiénes a ella se oponen”. Pronto fue conocida como la Orden de los Dominicos y sus miembros masculinos se erigieron en protagonistas al constituir el núcleo de los tribunales de la Inquisición.

El término Dominicos suena muy similar a domini canes o los perros de Dios, llamativa coincidencia que ha hecho que así se conociera popularmente a los frailes de Santo Domingo. Esta creencia viene reforzada por una leyenda muy conocida en el ámbito de esta orden y que ha sido representada sutilmente en más de un cuadro del santo fundador de los dominicos. La leyenda cuenta que la madre de Domingo de Guzmán tuvo un sueño en el que daba a luz un perro blanco y negro que salía de su vientre con una antorcha encendida en su boca (puede verse en la esquina inferior izquierda del retrato de Santo Domingo). Poco después quedó embarazada e interpretó que su hijo estaba llamado a encender la luz de Cristo en el mundo. Los dominicos aceptaron esta denominación de domini canes y no es extraño contemplar en cuadros alusivos a su labor perros devorando a lobos, los lobos de la herejía, como vemos en la imagen.

Detalle de Alegoría de la Iglesia Militante y Triunfante y la orden Dominica en la que puede verse a perros devorando a lobos
Capilla de los Españoles. Santa María de Novella, Florencia
Andrea da Firenze (1365)

En 1218 un accidente en las cercanías de Tolosa provocó la muerte de Simón de Montfort de forma inesperada y sorprendente. Recibió el impacto de una piedra lanzada por una de sus catapultas que, por cierto, estaba siendo manejada por mujeres. Así acabó la vida de un hombre tan oscuro.

En 1219 el Papa Honorio III convocó de nuevo la cruzada a la que, en esta ocasión, se incorporó plenamente la Corona Francesa y consiguió acabar con la resistencia de los cátaros. El cansancio y la ruina de una guerra que había asolado la región durante veinte años pudieron con la pertinaz resistencia de los habitantes del Languedoc. Raimundo VII mantuvo el condado de Tolosa, pero para ello debió sufrir la humillación pública. Se vio obligado en 1229 a dirigirse a París y ser azotado en la catedral de Nôtre Dame

* * * * *

Una vez alcanzado el éxito militar el Papa Gregorio IX dio un paso más para el control de la herejía y, tal y como nos cuenta Juan Antonio Llorente, concluyó la organización definitiva y estable de la Santa Inquisición en 1227. Su nombre era el de Tribunales de fe y, más adelante, Santo Oficio, pero se popularizó el término inquisición (interrogatorio, averiguación) porque su método inicial era el de preguntar a los sospechosos de herejía.  Estos tribunales, controlados por los dominicos y con plenos poderes, persiguieron con encono a los cátaros e impusieron rígidas normas a todos los habitantes de la región para vigilarlos, como la obligación de denunciar y colaborar con los inquisidores, la confesión y comunión obligatoria tres veces al año, la prohibición de dar sepultura a herejes, la asistencia obligatoria a misa en familia y la prohibición de poseer Biblias que no estuvieran escritas en latín.  Los cátaros evidentemente parecían desaparecer, pero solo aparentemente.

El papa Gregorio IX no aflojó y mantuvo una fuerte presión inquisitorial. Los dominicos Pedro Seila y Guillermo Arnaud actuaron con gran rigor y provocaron un gran número de delaciones. El número de quemados en la hoguera se elevó a centenares y un gran número de cátaros huyeron o, sobre todo en el caso de los perfectos, se refugiaron en castillos amparados por los nobles. Los métodos y la vileza de los dominicos llegaron a extremos como el que recoge Ricardo Cierbide en La Ruta de los Cátaros.

El 4 de agosto de 1235 con motivo de la fiesta de Santo Domingo, que había sido canonizado poco después de su muerte, el obispo Raymond de Fauga, fue advertido que una dama ya anciana había recibido el consolamentum antes de morir. Acudieron el obispo y los dominicos a su lecho y simulando el obispo que era un perfecto, le sacó a la anciana toda la información de la fe cátara. A continuación, la sacaron con el lecho y la quemaron viva en presencia del obispo, los dominicos y la gente piadosa. Después todos se fueron alegres a celebrar la hazaña con un banquete.

Hubo conatos de rebelión en varias ciudades como Narbona o Cordes en donde fueron asesinados a hachazos dos dominicos. La respuesta de la Inquisición fue actuar aún con más rigor dictando cientos de condenas, y el terror se extendió nuevamente por toda la región.

Ante la presión de los inquisidores y el cada vez más escaso apoyo de la alta nobleza, el grueso de los últimos perfectos decidió refugiarse en el lugar que consideraban más seguro, la mítica fortaleza de Montsegur, colgada entre riscos a mil doscientos metros de altitud. Allí también se acumularon sus tesoros, reliquias y libros, especialmente el Nuevo Testamento en lengua de Oc. En 1240 contaba con una gran actividad y una población que construía sus viviendas alrededor del castillo formando un auténtico santuario fortificado.

En mayo de 1243, el rey de Francia Luis IX (San Luis) ordenó a Hugo des Arcis acabar con los cátaros de forma definitiva y tomar para ello Montsegur. En la fortaleza se hacinaban unas 450 personas que heroicamente sufrieron un duro asedio durante nueve meses. Todos ellos resistieron en condiciones inhumanas y basta visitar el lugar para comprobar que la vida fue en aquellos meses extraordinariamente difícil, entre riscos prácticamente inaccesibles y una estrechez angustiosa.

En febrero la situación era insostenible al encontrarse completamente aislados y sin esperanza y el uno de marzo de 1244 se produjo la capitulación acordándose dos condiciones:

  • Los defensores se entregarían en un plazo de diez días. La guarnición sería perdonada y se retiraría con sus pertenencias, pero con la obligación de comparecer ante la Inquisición para reconocer sus culpas y realizar la penitencia que se les impusiera.
  • Los cátaros acogidos en Montsegur serían perdonados si se arrepentían y abjuraban de su fe. De lo contrario se les quemaría en la hoguera.
El autor junto al “Camp des cremats” en la base del castillo de Montsegur, que se aprecia en la parte superior de la fotografía.
Francia (julio 2018)

En esos tensos días que mediaron entre el acuerdo y la salida de la fortaleza, muchos cátaros se prepararon para morir y recibieron el consolamentum. El número de ejecutados fue de doscientos quince, entre los que no se encontraban cuatro perfectos que lograron escabullirse y escapar. Todos los mártires, incluidas varias damas de la nobleza, fueron arrojados atados entre sí a una gran pira que se encendió al pie del castillo, en un lugar que se hoy conoce como “Camp des cremats” (campo de los quemados).

Tras Montsegur hubo algunos pequeños focos de resistencia, como el del castillo de Queribus, pero podemos hablar de la agonía final de esta creencia o herejía. La doctrina cátara fue difuminándose poco a poco a pesar de que hubo algunos brotes dispersos. El más notorio fue el protagonizado por Pedro y Guillermo Authier, burgueses pertenecientes a una influyente familia de Foix. Ambos, tras ser ordenados perfectos en Lombardía en una pequeña comunidad cátara que allí sobrevivía, regresaron a su tierra y mantuvieron la llama de sus creencias hasta que finalmente fueron capturados, condenados por la Inquisición y quemados en la hoguera en 1310 en la plaza de Saint-Étienne de Tolosa. Protagonistas de estos hechos fueron dos inquisidores que alcanzaron triste fama por su celo y rigor: Geoffrey d’Ablis y Bernardo Gui a quién, por cierto, Umberto Ecco sitúa a en su novela (adaptada al cine) “El nombre de la rosa”.

Alrededor de 1330 puede decirse que el catarismo había desaparecido totalmente en el sur de Francia, aunque en el norte de Italia y en Sicilia se prolongó languideciendo hasta principios del siglo XV. Es precisamente en Italia dónde surgió una de las figuras más renombradas de los dominicos, San Pedro de Verona que en España es más conocido como San Pedro Mártir por ser el primero de esta orden que fue asesinado en cumplimiento de sus funciones.

En cuanto a España, los cátaros traspasaron las fronteras pirenaicas y ya en 1173 Sergi Grau[iii]  localiza comunidades en el Baztán, Andorra y el Valle de Arán, aunque se mantiene hoy un debate y dudas al respecto. Pero la expansión del catarismo tuvo que ser cierta porque en el año antes indicado se convocó un concilio por parte de la iglesia aragonesa para hacer frente a esta herejía. A medida que la situación se fue poniendo cada vez más difícil en Francia, numerosos cátaros cruzaron la frontera y aumentó su actividad, por lo que la Inquisición comenzó a operar activamente en los reinos de Castilla, León y Aragón. A pesar de la represión los tribunales inquisitoriales no lograron evitar que se crearan algunos pequeños núcleos cátaros en León, Burgos, Palencia, Astorga, Haro y puntos aislados de Asturias[iv], favorecidos por el tránsito de peregrinos por el Camino de Santiago, así como en el Maestrazgo castellonés. A este respecto, Sergi Grau ratifica lo anterior haciendo referencia a Lucas de Tuy[v], el Tudense, que informa que, en la Corona de Castilla, concretamente en León, está documentada en torno a 1215 la presencia de un grupo reducido.

En Cataluña surgió una importante figura, Raimundo de Peñafort, hijo de una noble familia barcelonesa que ingresó en la Orden de Predicadores de Domingo de Guzmán en 1223. Durante su dilatada vida, murió con más de noventa años, ejerció una labor profunda y extraordinariamente activa, redactando, entre otras cosas, las Constituciones de la Orden de Predicadores, base normativa de la institución. Así mismo, intervino en numerosos procesos de herejía, fue tercer general de los dominicos e inquisidor del reino. Con Raimundo de Peñafort encontramos plenamente instituida la Inquisición en la Corona de Aragón y, seguidamente, también en Castilla. Sin embargo, la Inquisición, o Santo Oficio, no alcanzará el cénit de su influencia e importancia hasta el siglo XV, cuando los Reyes Católicos la impulsaron para conseguir la unidad doctrinal y religiosa en sus respectivos reinos, Castilla y Aragón. Tal fue el impulso que hoy sigue muy extendida la idea de que la Inquisición es una institución puramente española, cuando la realidad es que nació en Francia, ante un conflicto generado en Francia, y vigiló la ortodoxia religiosa en varios países de Europa.

Picture of Luis Orgaz y María Felicitas Valero

Luis Orgaz y María Felicitas Valero

REFERENCIAS

SI TE GUSTA, ¡COMPÁRTELO!
LIBROS PUBLICADOS POR LUIS ORGAZ FERNÁNDEZ