LUISA ISABEL DE ORLEANS, REINA DE ESPAÑA Y REFLEJO DE UNA FAMILIA ENLOQUECIDA Y DEPRAVADA

Ningún miembro de la Familia Real española supera a lo largo de siglos el desequilibrio mental y la conducta enloquecida de la reina Luisa Isabel de Orleans, esposa del rey Luis I, monarca tan efímero como desconocido para muchos españoles. Esta reina fue el reflejo de una familia enloquecida y depravada perteneciente a la más rancia aristocracia francesa, los Orleans.

El rey Luis I es el menos conocido de todos los que ha tenido España. Hijo primogénito del primer Borbón español, Felipe V, y su primera esposa, reinó tan solo durante 231 días, entre el 14 de enero de 1724 y el 31 de agosto de ese mismo año. Falleció con diecisiete años recién cumplidos y no nos dejó hechos reseñables para la Historia porque apenas tuvo ni tiempo, ni edad, ni carácter. Sin embargo, su reinado no puede pasar desapercibido, su esposa, Luisa Isabel de Orleans es la responsable de ello.

De izquierda a derecha: El futuro rey Fernando VI, Felipe V; el futuro rey Luis I;  Felipe, el futuro duque de Parma; Isabel de Farnesio; un retrato de la infanta Mariana Victoria y el futuro rey Carlos III.

Fernando VI y Luis I, hijos del primer matrimonio del rey con María Luisa Gabriela de Saboya. Felipe, duque de Parma, la infanta Mariana Victoria y Carlos III, hijos del segundo matrimonio con Isabel de Farnesio.

La Familia de Felipe V
Jean Ranc, Museo del Prado, hacia 1723

El marqués de San Felipe, un noble relevante en la Corte de Felipe V, nos dejó una descripción del joven príncipe en la que resaltó sus virtudes. No es extraña la generosidad con que se refiere a él, porque es un epitafio tras su temprano fallecimiento por viruelas[i]:

Luis I, rey de España.  (1724).
Jean Ranc. Museo del Prado

«De gentil aspecto y bien detallado, tenía un trato amabilísimo, y como se había criado con los españoles, se empezaba a rozar y familiarizar con los grandes, a los cuales favorecía en el exterior mucho más que su padre. Era sumamente liberal, magnánimo e inclinado a complacer a todos; ni la libertad de Rey le había contaminado la voluntad, con solo tener diecisiete años, pues no se le descubría vicio alguno; antes grande aplicación al despacho, y deseo de aprender y acertar. Comprendía muy bien, pero no tenía edad para resolver, y su más allegado era don Juan Bautista Orendain, secretario del Despacho Universal de Estado; estaba inclinado a la pintura. Bailaba con el mayor primor, y era gentilísimo».

Luis I, aunque educado en la Corte española, no podía permanecer alejado de la Corte francesa. Su padre era nieto de Luis XIV, «el rey Sol» y él mismo era primo del rey Luis XV. Por ello y para mantener buenas relaciones y reducir ciertas tensiones tras la Guerra de la Cuádruple Alianza, uno de tantos conflictos en que se vio envuelta la monarquía española que le enfrentó a las potencias europeas, se decidió un triple pacto matrimonial entre ambas Coronas en 1721. Los prometidos, todos muy jóvenes eran:

Luis, príncipe de Asturias, con Luisa Isabel de Orleans, conocida como Mademoiselle de Montpensier, cuarta hija del regente de Francia Felipe de Orleans.

Por otra parte, quedaron también prometidos el joven rey de Francia Luis XV y la hija mayor del rey Felipe V de España y su segunda esposa, Isabel de Farnesio: la infanta Mariana Victoria que contaba con tan solo cuatro años de edad.

Por último, la séptima hija del regente de Francia, Felipa, debía casarse con Carlos, el primogénito de Isabel de Farnesio que con el tiempo se convertirá en Carlos III, ninguno de los dos superaba los siete años de edad.

Luisa Isabel de Orleans era una gran desconocida para la Corte de Madrid y, sin duda, de haberla conocido mínimamente no se la habría aceptado. Su propia abuela, en una carta dirigida a una amiga poco después de la boda, la describe y deja algunas pistas sobre su carácter[ii]:

«No puede decirse que Mlle. de Montpensier sea fea; tiene los ojos bonitos, la piel blanca y fina, la nariz bien hecha, aunque un poco delgada; la boca muy pequeña. A pesar de todo esto, es la persona más desagradable que he visto en mi vida; en todas sus acciones, bien hable, bien coma, bien beba, os impacienta, por lo cual ni yo ni ella hemos vertido lágrimas cuando nos hemos dicho adiós».

Luisa Isabel de Orleans, reina de España.
Retrato inacabado de Jean Ranc.
Museo del Prado (1724).

En cuanto a la opinión del novio, parece claro que la novia le gustó aún sin conocerla personalmente y solamente haberla visto en el retrato que le enviaron. No cabe duda que era un adolescente deseoso de descubrir los misterios de la vida. A este respecto, Dánvila escribe[iii]:

El retrato de la Princesa, enviado desde París, causaba tal impresión en el ánimo de D. Luis, que se habían visto obligados a retirarlo de su cuarto, porque la vista de él turbaba por la noche el reposo del heredero de la Corona.

La princesa Luisa Isabel viajó rápidamente a España y la boda tuvo lugar el veinte de enero de 1722. No obstante, el matrimonio no se consumó al considerar que los contrayentes eran demasiado jóvenes. Sin embargo y a petición del embajador de Francia, duque de Saint-Simon, se les hizo comparecer ante la Corte juntos y acostados en la misma cama, tras lo cual el príncipe abandonó el dormitorio de su esposa dirigiéndose al suyo.

Un año después se les permitió acostarse juntos y, en consecuencia, consumar el matrimonio. Sin embargo, no parece que esto resultara fácil dada la ignorancia que ambos cónyuges mostraban en relación con el cumplimiento de sus deberes conyugales, esenciales para concebir un heredero. Es conocida la correspondencia entre Luis I y su padre en la que le pedía insistentemente instrucciones al respecto. Estas cartas se conservan en el Archivo Histórico Nacional y las menciona Alejandra Vallejo-Nájera[iv]. Veamos a continuación una muestra muy significativa:

(…) Ayer por la noche dije a la princesa lo que V.M. me dijo y ella me respondió que tampoco sabía lo que había que hacer puesto que no le habían informado más que a medias. Me puse por tanto sobre ella, pero no salió nada; quiero que usted me responda primero y me diga si hay que estar mucho tiempo sobre la princesa y cómo tenemos que hacer los dos, y si podemos hacerlo esta noche pues ella tiene una mejilla muy colorada e inflada. Respondedme os lo ruego lo más rápidamente posible (…).

Poco más adelante y a la vista de que no acaban de comprender el procedimiento para procrear, Luis I volvió a escribir a su padre:

Quisiera saber todavía de usted si debo ponerme sobre la princesa más de una vez cada noche y si debo ponerme todas las noches (…). Espero su respuesta.

Y, tras algunos consejos, parece que fue averiguando las claves para el ansiado acoplamiento, aunque aún le faltaban algunos detalles:

Ayer por la noche mi miembro se volvió muy tieso y me puse sobre la princesa, pero no salió nada en absoluto. Por lo demás continuamos amándonos más y más e intento contentarla como puedo (…). Respondedme lo antes posible y adiós hasta otra ocasión.

No contamos con más información que nos indique si el príncipe encontró el camino que le debía proporcionar un premio a su tesón y sus desvelos, pero suponemos que así fue. No obstante, autores como William Coxe[v] afirman que el matrimonio no se llegó a consumar, afirmación que carece de pruebas explícitas, pero es cierto que Luisa Isabel no quedó embarazada, ni mostró signos en momento alguno de haberlo estado.

Desconocemos si hubo amor entre ellos. Lo cierto es que ambos se buscaban con mucho interés antes de consumar el matrimonio y permanecían juntos con cierta frecuencia tras la presunta consumación. Pero de lo que no cabe duda es que hubo dos partes en este breve matrimonio que vinieron marcadas por las conductas absolutamente fuera de tono de la reina, conductas que fueron incrementándose hasta colmar el vaso y hartar la paciencia de Luis.

Desde que llegó, Luisa Isabel mostró un carácter caprichoso y poco dócil, llevando la contraria constantemente y destrozando el protocolo. La primera señal de su conducta grotesca, extravagante y esperpéntica la ofreció en la despedida del duque de Saint-Simon que, una vez culminado el matrimonio, debía volver a Francia. La princesa Luis Isabel de Orleans le recibió con toda majestad, bajo dosel, cubierta de joyas y rodeada de altos personajes de la Corte. Saint- Simon le dirigió un breve discurso tras el cual esperó una respuesta. Sin embargo, Luisa Isabel permaneció hierática y muda, mirándole fijamente y generando un momento realmente incómodo. El duque le insistió rogándole le diera órdenes o encargos para el Regente de Francia y el joven rey Luis XV. Entonces la princesa, sin pestañear ni cambiar el gesto, emitió un estentóreo y sonoro eructo que atronó toda la sala y dejó a todos los presentes estupefactos. Saint- Simon se sintió horrorizado y paralizado, pero esto no acababa sino de empezar, dado que al primero le siguieron otras dos formidables salidas de gases por la boca de la joven e impasible Luisa Isabel de Orleans. El duque comprobó cómo los presentes hacían verdaderos esfuerzos por aguantar la risa y cómo iban abandonando la sala, lo que él mismo hizo con gran indignación y sin inclinarse ante la princesa. En la sala contigua y ya libres de la presencia de la princesa de Asturias las carcajadas todo lo inundaron, dando lugar a una comidilla que duró días y a unos rumores que ya no cesarían sobre la educación e incluso la salud mental de la futura reina de España.

Luisa Isabel de Orleans no conocía la palabra agradecimiento ni ponía límites al cumplimiento de sus caprichos. Poco le importaban los sentimientos ajenos. Incumplía las normas, negándose a comer con los demás y haciéndolo más tarde, a escondidas, sin conocer límites y con una suciedad repugnante. Le gustaba pasear por los pasillos y jardines de palacio apenas vestida y, en ocasiones y sin pudor alguno, practicaba con tres de sus damas un grosero juego que llamaban «broch-en-cul», algo así como «palo en el culo», que consistía en agredirse con un bastón estando desnudas y atadas de pies y manos hasta hacerse rodar. Parece que «la gracia» del juego consistía en ver cómo, después de caer, intentaban recuperar la verticalidad.

Luisa Isabel contaba con una multitud de condicionantes que la predisponían al desequilibrio mental. Tomando como referencia a Alejandra Vallejo-Nájera podemos explicar el origen de su comportamiento[vi]. Desde el punto de vista hereditario pudo ser fruto de una saga endogámica que se remontaba a varias generaciones, tanto su padre como su abuelo mostraron conductas claramente desequilibradas. Por otra parte, fue educada en un ambiente carente de afectividad, su educación resultó ser tan incoherente como insuficiente y creció en un entorno en el que la excentricidad y el comportamiento caprichoso eran la norma. Su tío-abuelo Luis XIV mostraba claros rasgos de un trastorno de personalidad narcisista[vii] y su abuelo y su padre expresaron a lo largo de su vida conductas también narcisistas, además de impulsividad, intolerancia, crueldad, alcoholismo, depravación sexual, violación de normas, histrionismo y falta de empatía. La saga familiar resulta suficientemente explicativa de las excentricidades y desequilibrios de esta princesa francesa que llegó a ser la reina más escandalosa de la Historia de España a pesar de la brevedad de su reinado.

Felipe de Francia
Duque de Orleans (abuelo)
Felipe de Orleans (padre)

Para resumir brevemente esta saga familiar que marcó algunos años de la vida en la Corte francesa, podemos comenzar con Felipe, primer duque de Orleans, el «hermanísimo» pequeño de Luis XIV y abuelo de esta princesa. Era valiente y decidido, así como hombre de gustos extravagantes, pero siempre dentro de la más estricta etiqueta. Junto a estas actitudes exhibía sin tapujos su homosexualidad que manifestaba maquillándose y vistiendo ropas de mujer, eligiendo amantes masculinos, mostrando una gran promiscuidad y organizando orgías que sobrepasaban de largo los límites de la moralidad. Incluso, se sospecha que creó un exclusivo club autodenominado como la santa hermandad de los gloriosos pederastas. Una mínima muestra de su calaña puede quedar descrita en dos episodios que narra Alejandra Vallejo Nájera[viii]. En una de las fiestas que organizaba Felipe de Orleans, en la que eran bienvenidos psicópatas, borrachos, parásitos sociales e inmorales de todo tipo y lugar, fue invitado un militar con una infame y cruel intención. Este hombre lucía en su anatomía una enorme barriga y a Felipe de Orleans se le ocurrió la idea de degustar una gran tortilla sobre dicha parte de su cuerpo. Intimidado en semejante ambiente se le forzó a tumbarse con la barriga desnuda y, tras depositar sobre él dicha tortilla, los invitados se lanzaron para devorarla directamente con los dientes, sin reparar en si los mordiscos se dirigían hacia la omelette o se desviaban directamente sobre la carne del aterrado invitado. En otra ocasión se invitó a una prostituta a una de sus fiestas y, para «divertirse», a la pobre desdichada se la introdujo en sus partes más íntimas un petardo que explotó provocando heridas terribles en la mujer y las risas de los asistentes. Tal era el nivel de desvarió psicópata del abuelo de Luisa Isabel y la impunidad absoluta de la que gozaba.

Debo apuntar que las prácticas homosexuales que aquí menciono, deben ser entendidas en su contexto temporal, muy diferente al del siglo XXI. Como referencia simplemente diré que el pecado nefando era en el siglo XVII intensamente perseguido por la Inquisición y por los tribunales civiles que lo castigaban, en muchas ocasiones, con la última pena. Pero es evidente que «siempre hubo clases» y en la Corte de Luis XIV y Luis XV, como en la de Carlos II o cualquier otro monarca de este tiempo, era bastante fácil saltarse las normas sin correr peligro alguno.

El primer duque de Orleans tuvo un magnífico continuador de sus costumbres disolutas en su hijo y heredero al título, igualmente llamado Felipe y, en consecuencia, conocido en la Historia como Felipe II de Orleans, padre de Luisa Isabel. Fue, como su padre, un buen soldado, arrojado y valiente, y un hombre culto y refinado. Pero también fue amante de practicar costumbres licenciosas y se hizo famoso por las fastuosas orgías que organizaba en las que incluía sesiones espiritistas. Este personaje destacó también por su soberbia y prepotencia y su desmedida ambición que incluso le hizo soñar con ser rey de España en lugar de su sobrino Felipe V. Luis XIV nunca confió en él, pero a su muerte se erigió como regente y dominador absoluto de la política francesa durante la minoría de edad de Luis XV, entre 1715 y 1722. Murió a los cuarenta y nueve años, hinchado, deformado, somnoliento y devorado por una vida de excesos y vicios.

Felipe II de Orleans tuvo una buena continuadora de la tendencia familiar a la lujuria y los escándalos en su hija mayor María Luisa de Orleans, duquesa de Berry, probablemente la aristócrata francesa que más excesos sexuales y escándalos ha protagonizado en la Historia de Francia. Viuda con apenas diecinueve años se hizo asidua de las orgías que organizaba su propio padre, entregada a todos los excesos, con un voraz apetito sexual y numerosos amantes. Voltaire la apodó la Mesalina de Berry y así era conocida popularmente. Glotona y bebedora engordó en exceso, lo cual le permitió disimular varios embarazos, alguno de los cuales fue atribuido a su propio padre. Murió prematuramente a los veinticuatro años.

Con tales antecedentes no puede resultar demasiado extraño que Luisa Isabel de Orleans, esposa del príncipe de Asturias y futura reina de España, mostrara una conducta extremadamente escandalosa. Pero era muy joven y podría esperarse que sus excesos y salidas de tono eran propios de una adolescente excesivamente alocada, maleducada y, de algún modo, afectada por la sangre que llevaba en las venas. Si así hubiera sido estas conductas se podrían haber controlado y modificado con el tiempo. Pero no fue así. La realidad es que sus desequilibrios se fueron incrementando. No es fácil hacer un diagnóstico contando tan solo con las narraciones que nos han llegado a nuestros días, pero podemos especular que padecía una patología conocida como Trastorno límite de personalidad (TLP), que se caracteriza por incapacidad de frenar sus impulsos, inestabilidad emocional y pensamiento polarizado. Los que lo padecen muestran intolerancia a la soledad o sentirse abandonados, lo que puede llevarlos a la confusión, a la sumisión o incluso a cometer actos violentos. Sin embargo, podemos aventurar otros diagnósticos, como un Trastorno histriónico de la personalidad (THP), que se caracteriza por llamar la atención constantemente mediante la teatralidad y la exageración de sus emociones, comportamientos seductores inapropiados y conductas sexuales provocadoras.

En cualquier caso, la Princesa de Asturias sufría un claro y preocupante desequilibrio a pesar del cual llegó a ser reina. El 15 de enero de 1724 Luis I era coronado tras la renuncia de su padre Felipe V. Se iniciaba así un reinado que duró 231 días.

En política exterior, la única y breve actuación reseñable del reinado de Luis I se realizó en el Congreso de Cambrai, que siguió a la guerra de la Cuádruple Alianza y que ya hemos comentado anteriormente. El congreso se desarrolló entre 1721 y 1724 y supuso un fracaso para las aspiraciones españolas. No solo todo se mantuvo como había quedado tras los tratados de Utrecht, sino que, además, Felipe V y sobre todo su segunda esposa Isabel de Farnesio no pudieron conseguir para su primer hijo, Carlos (futuro Carlos III), los ducados de Parma, Piacenza y Toscana. Luis I no nos ha dejado más actuaciones de gobierno, e incluso podríamos afirmar que tampoco intervino demasiado en las decisiones del Congreso de Cambrai. En su breve reinado pasó más tiempo dedicado a la caza que a las deliberaciones de su gabinete. Incluso coinciden el marqués de San Felipe y William Coxe en sus aficiones pueriles, impropias de un rey, como salir de palacio por la noche, vestido de «chulo» y acompañado de varios criados para realizar travesuras, como destrozar las huertas cercanas especialmente las de melones.

Sin embargo, su principal problema era el creciente desequilibrio de la reina. Fuera el que fuera el problema psiquiátrico de base, difícil de diagnosticar con tan solo las crónicas y cartas de la época, debemos imaginar lo embarazoso que le debe resultar a un rey mantener el tipo ante semejantes conductas. La reina se exhibía semidesnuda y mostrando que no llevaba ropa interior. Lo hacía incluso en las visitas al rey emérito en el palacio de la Granja de San Ildefonso. Sabemos que, al menos en una ocasión y ante sus suegros, correteó con un leve camisón que se levantaba con la suave brisa. La visión de las desnudas carnes de su nuera provocó en Felipe V tal ansiedad, al considerar que había cometido un pecado al mirarla, que corrió a buscar a su confesor en pos del perdón y la penitencia.

La joven reina se mostraba inapetente en público, pero engullía la comida con fruición escondida en un rincón, se negaba al mínimo aseo, pero se dedicaba obsesivamente al lavado de trapos y pañuelos. El colmo llegó cuando en un acto público presidido por su marido se quitó el vestido y comenzó a limpiar con él los suelos y las ventanas. Eructaba, ventoseaba ostensiblemente, escupía y, en suma, escandalizaba de forma tan manifiesta y vergonzosa que Luis I escribió a su padre diciéndole:

«No veo otro remedio que encerrarla lo más pronto posible, pues su desarreglo va en aumento»

El cuatro de julio de 1724 el rey, apoyado por sus padres, ordenó el confinamiento de Luisa Isabel en el antiguo alcázar de los Austrias, lugar frío y sombrío en el que la joven reina se sentía sola y desamparada. Por otra parte, fueron despedidas varias de sus damas y camareras, las que compartían en mayor medida con ella juegos, diversiones y alcohol, y se nombraron otras nuevas «de confianza». El desequilibrio emocional de Luisa Isabel provocó que la soledad en la que se veía envuelta le produjera una elevada ansiedad, que se incrementó al mostrarse incapaz de comprender qué es lo que había hecho para merecer semejante castigo. Escribió repetidas cartas a su marido implorando su perdón. Sin embargo, no cambió su conducta y siguió paseando con una leve indumentaria por terrazas y balcones. Pero, a pesar de que parecía incorregible, Luis I cedió dieciséis días después de que se iniciara el encierro y la volvió a admitir a su lado, abrazándola y colmándola de regalos.

Luisa Isabel de Orleans no reaccionó positivamente a la generosidad de su marido y se mantuvo distante e incluso volvió a las andadas. Siguió mostrando las mismas conductas ya mencionadas, intolerables en cualquier persona y mucho más en una reina. El embajador de Francia, Mariscal Tessé, la definió como «un papel en blanco mal doblado», sugiriendo su vacío personal y su conducta torcida, además de apuntar que era una mujer bella que pretendía mostrarse sucia y desordenada.

Luis I se alejó de ella y se refugió en su hermano, sus amigos y en la caza, pero por poco tiempo. El quince de agosto de 1724 comenzó a sentirse indispuesto y unos días después le diagnosticaron la terrible enfermedad de la viruela. De poco sirvieron las pócimas y sangrías[ix]. Tampoco surtió efecto la instalación en el dormitorio del enfermo de los cuerpos de San Diego y San Isidro, de las imágenes de Nuestra Señora de Atocha, San Juan de Mata, Nuestra Señora de Belén y Nuestra Señora de la Soledad, y que de Toledo vinieran a toda prisa doce canónigos trayendo el Niño Jesús de la Virgen del Sagrario. En estas circunstancias tan graves la reina Luisa Isabel cambió radicalmente su actitud y comenzó a cuidar a su marido personalmente y sin separarse de él, mostrando un afecto que jamás había manifestado. Sin embargo, estos cuidados de nada sirvieron y el joven rey falleció el treinta y uno de agosto de 1724.

La joven viuda, apenas tenía quince años, fue propuesta por algunos para casarse con el joven Fernando, el hermano del fallecido Luis y heredero de la Corona, pero Isabel de Farnesio y Felipe V salieron afortunadamente al paso y decidieron «devolverla» a Francia, aunque corriendo con todos los gastos que generara hasta su muerte. Allí, Luis XV la acomodó lejos de Versalles, en el castillo de Vincennes. Sin embargo, sus constantes escándalos y desacatos hacia sus suegros, negándose a mantener una servidumbre nombrada por su mayordomo mayor y rodeándose de personas poco recomendables, llevaron a que la Hacienda Española suspendiera el pago de su viudedad. La escasez de medios económicos la obligaron a ingresar en un convento de clausura donde, con más discreción, continuó con sus excentricidades. Luisa Isabel pasaba los días en el jardín, emitiendo sonidos de animales, correteando, lavando sus vestidos en un estanque y comiendo sin medida hasta caer en la obesidad. En 1738 consiguió el permiso del rey Luis XV para trasladarse al palacio de Luxemburgo de París, donde falleció por un coma diabético en 1742. En España se la recordó por última vez, decretando Felipe V que se guardaran tres meses de luto y se celebraran solemnes honras y exequias por su alma[x].

Este artículo contiene datos extraídos de mi libro «Los primeros Borbones en la España de 1700. Entre locos y cuerdos».

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Luis Orgaz Fernández

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