LA IGUALDAD EDUCATIVA EN ESPAÑA. UN CAMINO LARGO Y DIFÍCIL

La Real Orden de 11 de Junio de 1888 disponía que: «las mujeres fueran admitidas a los estudios dependientes del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes corno alumnas de enseñanza privada, y que cuando alguna solicitara matricula oficial –o sea pública- se consultara a la Superioridad para que ésta resolviera según el caso y las circunstancias de la interesada.
S.M. el Rey (q.D.g.) se ha servido disponer que se considere derogada la citada Real Orden de 1888, y que por los jefes de los Establecimientos docentes se concedan, sin necesidad de consultar á la Superioridad, las inscripciones de matrícula en enseñanza oficial ó no oficial solicitadas por las mujeres, siempre que se ajusten á las condiciones y reglas establecidas para cada clase y grupo de estudios»
La Ley de instrucción pública de Claudio Moyano, publicada en 1857[i], se prolongó nada menos que ciento trece años, hasta 1970, con sucesivas modificaciones que la fueron adaptando a los tiempos. Esta longevidad dice mucho de su importancia, al reglamentar la estructura educativa por la que pasaron cuatro generaciones de españoles.
La Ley Moyano, como se conoció popularmente, dividía la enseñanza en Primera Enseñanza o Primaria, Segunda Enseñanza o Bachillerato, Estudios Profesionales y Estudios Superiores, e incluía a las niñas especificando los contenidos de su aprendizaje.
La Primera Enseñanza (Primaria) comprendía tres años y era obligatoria y gratuita tanto para niños como para niñas, lo que suponía un importante avance. Se segregaba por sexos, creándose colegios de niños y de niñas, y solamente se admitía la convivencia de ambos, debidamente separados, cuando los colegios eran demasiado pequeños, especialmente en el mundo rural.
Pero, acorde con los tiempos, se discriminaba a las niñas a las cuales se privaba del aprendizaje de determinadas materias clave para su desarrollo educativo, cultural, intelectual y profesional. Las niñas no cursaban Nociones de Agricultura, Industria y Comercio, Principios de Geometría, Principios de Dibujo lineal y de Agrimensura y Nociones generales de Física y de Historia Natural. Estas materias eran sustituidas para ellas por materias como Labores propias del sexo, Elementos de Dibujo (aplicados a las mismas labores) y Ligeras nociones de Higiene doméstica.
En consecuencia, la Educación Primaria para las niñas se reducía a Lectura, Escritura, Cálculo básico, algo de Gramática, Doctrina cristiana y nociones de Historia y Geografía, proporcionándolas suficientes conocimientos para lo que de ellas se esperaba: tener suficiente cultura para ser buenas esposas, madres y amas de casa.
Esta discriminación no solo era un problema y una injusticia que provocaba una desventaja cultural e intelectual, sino que, además, tenía una repercusión importante para el futuro académico y profesional de las mujeres. Para matricularse en Segunda Enseñanza, el Bachillerato, debía superarse un examen de acceso en el que el peso más importante recaía, precisamente, sobre las materias que las niñas no cursaban. Esto las impedía acceder a los seis cursos de Segunda Enseñanza que posibilitaban el siguiente paso: un examen de acceso a la Universidad.
Quedaba, de esta forma, sellada la imposibilidad de que las mujeres llegaran a obtener títulos universitarios, pero solo en la práctica, porque legalmente nada les impedía acceder a estos estudios, ninguna norma legal las prohibía llegar a escuelas técnicas de ingeniería o facultades universitarias. No existía el veto para ellas porque, realmente, la sociedad entendía que no era su lugar y no hacía falta reglamentar la prohibición.
Había una excepción, los estudios de Magisterio, a los que las mujeres sí podían acceder para trabajar como profesoras de Educación Primaria en colegios de niñas. Estos estudios se realizaban en Escuelas Normales que no se encuadraban entre los Estudios Superiores, sino en un escalón inferior a estos, entre los Estudios Profesionales, lo que hoy denominamos estudios de Formación Profesional. En estas Escuelas Normales, las que formaban a las mujeres adaptaban sus enseñanzas a las que tendrían que impartir más tarde, por lo que sus temarios eran mucho más básicos que los que se impartían en las Escuelas Normales para varones. Esto repercutía en sus sueldos como maestras, una tercera parte menos que el salario de los maestros.
Sin embargo, en 1880 el empuje de muchas mujeres que deseaban prosperar profesionalmente provocó alteraciones en este equilibrio de desigualdades. En realidad, como antes apuntábamos, ninguna norma legal prohibía el acceso de las mujeres a los Institutos de Bachillerato, por lo que algunas jóvenes, paralelamente a sus estudios de Primaria, comenzaron a preparar por su cuenta las materias que solo cursaban los chicos y que necesitaban superar para el examen de acceso a Segunda Enseñanza. Se trataba, evidentemente, de niñas con ambiciones profesionales y, sobre todo, con dinero suficiente para sufragar los gastos de este aprendizaje paralelo, niñas y jóvenes adolescentes pertenecientes a la burguesía.
Al carecer de leyes que lo impidieran, algunas jóvenes no solo se presentaron, sino que también aprobaron, encontrándose la Administración educativa con un grave problema, la presencia de mujeres entre los estudiantes, algo para lo que la sociedad no se encontraba, en aquel momento preparad ni podía asumir. Ante este hecho, el Ministerio admitió que las jóvenes realizaran el examen de acceso, pero las negó su matriculación en el Bachillerato. Ni en sueños se contemplaba la posibilidad de aulas mixtas, de mujeres adolescentes entre varones, considerando que el Instituto era un espacio claramente masculino y la sola idea de imaginar a una jovencita entre muchachos era contraria a la moral, a las buenas costumbres y a la religión. Era inaceptable.
Pero, a pesar de estas dificultades, algunas estudiantes, alentadas habitualmente por sus adineradas familias, no se rindieron. Del mismo modo que pudieron realizar las pruebas de acceso al Bachillerato porque nada lo impedía, decidieron estudiar por su cuenta las materias que debían aprobar para obtener por libre el título de Segunda Enseñanza que facultaba para acceder a la Universidad. Y así lo hicieron y, lo más importante, lo aprobaron. Las primeras fueron Antonia Arrobas y María Elena Maseras. Sus familias consiguieron que accedieran al examen para obtener el título de Bachillerato, tal y como autorizaba la Dirección General de Instrucción Pública por orden de 2 de septiembre de 1871[ii]:
En vista de lo consultado por V.S. y el director de ese Instituto sobre si debería conceder examen de diversas asignaturas de Segunda Enseñanza a Doña María Maseras y Rivera y si fundadas en la concesión de esta gracia podrían otras personas del mismo sexo acudir a las clases en virtud de análogo derecho, esta Dirección General ha acordado contestar a V.S.:
Primero. – Que conceda a la interesada lo que solicita, puesto que sobre no haber nada que a ello se oponga en la legislación actual, existe el precedente de haberse concedido igual gracia a doña Antonia Arrobas en el Instituto de Huelva, resolviendo en este sentido los casos análogos.
Segundo. – Hacerle notar los inconvenientes que podría ocasionar la reunión de ambos sexos en las clases, no obstante, el indisputable derecho que a la instrucción tiene la mujer, del que puede usar, estudiando privadamente y dando a sus estudios validez académica por los medios marcados en la legislación vigente.
Lo que digo a V.S. para su conocimiento y efectos consiguientes. Dios guarde a V.S. muchos años. Madrid 2 de setiembre de 1871.- El director general, Antonio Ferrer del Río.
Este hecho, tan inusual y que sentaba jurisprudencia, tuvo amplio eco en la prensa de la época, como el Diario de Badajoz, a pesar de que María Elena Maseras se examinó en Barcelona[iii]:
En Barcelona, acaba de recibir el grado de bachiller en artes, después de unos brillantes exámenes, la señorita doña María Elena Maseras y Ribera, siendo, según dice un colega de aquella ciudad, la primera (mujer) que en España ha recibido dicho grado. Se propone cursar la carrera de medicina.
Una vez dado este paso, el Ministerio se encontró con un gran problema, porque se fue incrementando el número de mujeres pertenecientes a familias pudientes que también obtuvieron el nivel académico para acceder a la Universidad.
Los rectores y claustros universitarios se dividieron. Algunos más progresistas entendieron que se las podía dar esa posibilidad tomando medidas de control para separarlas de la masa masculina en las clases. Otros, por el contrario, se oponían, como el profesor Pelegrín en su discurso de apertura de la Universidad de Valencia en 1883[iv] :
Al insistir en la conveniencia de la instrucción de la mujer (…) no pido para la mujer una instrucción superior académica, parecida a la del hombre, pero si una educación elemental sólida que la prepare al ejercicio de los grandes deberes que la sociedad y la naturaleza la imponen, ya como madre en la educación de sus hijos, ya como inseparable compañera del hombre.
Sin embargo, se fueron imponiendo los partidarios de la integración de las mujeres en la Universidad y, con autorización expresa de los respectivos rectores, a partir de 1873 fueron admitidas en las aulas de las universidades de Barcelona, Valencia, Valladolid, Madrid, Salamanca, Sevilla, Granada, Santiago y Zaragoza.
Estas mujeres no lo tenían fácil. Su día a día en la Universidad pasaba por presentarse en la sala de profesores antes de comenzar cada una de las clases. Allí eran autorizadas y recogidas por el profesor de la materia, con quien accedían a clase y les indicaba donde sentarse, debidamente separada de sus compañeros. Al finalizar, se producía el mismo procedimiento, pero en sentido contrario, volviendo la estudiante a la sala de profesores para esperar a ser conducida a la siguiente clase.
Es importante mencionar y poner rostro a las tres primeras que se licenciaron, concretamente en la facultad de medicina[v]:
María Elena Maseras y Rivera. Comenzó sus estudios de medicina en 1872 y finalizó en 1878. No llegó a realizar el doctorado ni ejerció como médico, dedicándose a la enseñanza como maestra. Esto fue debido a que tardaron tanto tiempo en reconocer su titulación que, para ocuparse en algo, decidió estudiar magisterio, aprobando estos estudios y comenzando a trabajar. Se encontraba dando clases de Educación Primaria cuando le llegó el título de médico, pero ya no quiso ejercerlo y continuó como maestra.
Dolores Aleu y Riera. Comenzó Medicina en 1874. Finalizó en 1879, se licenció en 1882 y se doctoró en 1883. Ejerció con éxito como Ginecóloga y Pediatra durante veinticinco años.
Martina Castells i Ballespí. Comenzó Medicina en 1877 y finalizó en 1882, doctorándose ese mismo año. Siempre estuvo apadrinada por el profesor José de Letamendi, que la admiraba profundamente por su inteligencia y personalidad. Se especializó en Pediatría, pero solo ejerció durante dos años al fallecer prematuramente en 1884.



Es importante reseñar que estas mujeres médicas se especializaban en Pediatría y Ginecología, dado que eran conscientes de que pocos hombres acudirían a sus consultas o, como se decía entonces burlonamente, «a la consulta del Dr. Con faldas».
Las tres accedieron a clase ante el asombro de sus compañeros que en muchas ocasiones las rechazaban desde sus mentalidades misóginas, llamándolas marisabidilla, cultalatiniparla, parlanchina, bachillera… pero ¿qué otra cosa se podía esperar en este ambiente en el que todavía se decían cosas como que «la cultura en las mujeres influía reduciendo su capacidad reproductiva»? (lo dijo un conferenciante, en 1896 en un congreso médico en Brighton).
Sin embargo, estas valientes mujeres demostraron sus altas capacidades, eran muy brillantes e inteligentes como ya habían demostrado superando tantas dificultades, por lo que no en pocas ocasiones fueron recibidas por sus compañeros varones con admiración, e incluso merecieron palabras de elogio de sus profesores, que se congratulaban de su presencia, como el catedrático Manuel Márquez Rodríguez, de la Facultad de medicina[vi]:
El que suscribe, no solo no encuentra inconveniente alguno, sino que ve con extraordinario gusto la asistencia a clase de dicha señorita cuya conducta correcta y aplicación no pueden ser mayores, contribuyendo así a romper añejos perjuicios y a establecer lazos de unión diferentes de los del sexo entre los que, siendo de sexos diferentes, cultivan la ciencia.
O el profesor Letamendi, que reconocía el buen comportamiento de los alumnos ¡nada menos que en clase de Anatomía! [vii]:
Esto no impidió sucesos lamentables, como las agresiones que sufrió la antes mencionada María Dolores Aleu, que precisó llevar guardaespaldas tras ser recibida varias veces a pedradas por sus compañeros. O los lamentables hechos conocidos como «La Jarca de la Universidad» acaecidos en 1911 y por los que un grupo de alumnos acosó verbal y físicamente a una alumna francesa de la Universidad Central de Madrid en la calle, sin que los transeúntes hiciesen nada por impedirlo, excepto un humilde carretero que a codazos y empujones salvó a la joven de la agresión. Este suceso provocó que la feminista Rosario de Acuña publicase un artículo en que tachaba a los jóvenes españoles de «no ser ni siquiera machos» y de «hacerlo a apelo y a pluma», entre otros muchos calificativos[viii]. Esto provocó una reacción violenta por parte de prácticamente todos los universitarios de España, con huelgas, manifestaciones y artículos de opinión muy agresivos en los que defendían su hombría e insultaban a Doña Rosario. Los incidentes no cesaron hasta que un juez ordenó la detención de la Sra. Acuña por calumnias. Ella se marchó de España antes de ser detenida.
María Elena Maseras, Dolores Aleu y Martina Castells fueron pioneras y con su valiente y esforzada actitud, además de su sobrada inteligencia, consiguieron la licenciatura e incluso dos de ellas ejercieron la profesión para la que se habían preparado. No fue fácil ni siquiera el reconocimiento oficial de su valía, de sus méritos y de lo que en justicia les correspondía. La certificación oficial de su licenciatura se demoró durante años, como antes hemos indicado en el caso de María Elena Maseras. Llegó al extremo tal demora que un diputado en el Congreso, Rafael Labra, exigió que, de una vez por todas, se expidiese su título. La mayoría de los diputados respondió irónicamente con el manido y estúpido argumento de que era ridículo entender que un médico o un abogado tuviese faldas. Incluso el ministro de Fomento e instrucción pública afirmó que no estaba claro que estas señoritas tuviesen derecho a la titulación y al ejercicio de esas profesiones[ix].
Pero las presiones obtuvieron respuesta y premio. Por fin, la Real Orden de 16 de marzo de 1882 reconoció y otorgó el título de licenciada a estas tres mujeres e incluso las dio la opción de optar al doctorado. Sin embargo, algunos diarios que se hicieron eco de la noticia siguieron con la misma cantinela sarcástica, con frases burlonas como «Felicitamos por adelantado a los enfermos que fían la curación de sus dolencias al nuevo doctor con faldas».
A esta orden siguieron otras en las que se autorizaba y desautorizaba a las mujeres a acceder a estudios de Bachillerato o a estudios universitarios, en un caos de orden y contraorden que mostraba claramente la confusión ante la avalancha de mujeres que comenzaron a exigir estudiar al mismo nivel que los hombres. En esta confusión obtuvieron también su licenciatura otras mujeres como Ángela Carrafa de Nava, Filosofía y Letras; María Ana Ramona de Vives, Derecho; Teresa de Andrés, Filosofía y Letras; María Luisa Domingo García, Medicina; Dolores Lleonart Casanovas, Medicina, Manuela Solís, Medicina, y Elia Pérez Alonso, Medicina.
Así, se llegó al año 1888, en que mediante la Real Orden de 11 de junio se autorizaba, en las condiciones que antes hemos descrito, el acceso de las mujeres a la enseñanza universitaria. Esto permitió a cerca de cuarenta mujeres obtener la licenciatura e incluso el doctorado antes de llegar al siglo XX.
España comenzó a ponerse no solo al nivel, sino incluso por encima de otros países occidentales. Aunque por detrás de Estados Unidos, donde en 1870 el 20% de los matriculados en la Universidad eran mujeres, llegando al 35% en 1900. En Inglaterra comenzaron a integrarse en 1878 pero muy lentamente y en universidades como Cambridge se rechazó a las mujeres hasta 1923. Alemania, Noruega, Dinamarca, Bélgica o Italia fueron, más o menos, a la par que España.
La educación profesional de las mujeres también fue extendiéndose imparable, con la creación de centros específicos para ellas, como la Asociación para la Enseñanza de la mujer, creada por Fernando de Castro, que en Madrid impartía clases de idiomas, comercio y para el acceso a Correos y Telégrafos. A esta escuela siguieron otras similares en Barcelona, Valencia, Mallorca, Sevilla, Málaga… e incluso las escuelas de enfermeras de las que fue pionera la de Santa Isabel de Hungría en Madrid. Más adelante surgirán las de mecanografía y tipografía, lo que amplió la oportunidad laboral de muchas mujeres, especialmente a partir de 1918 con el Estatuto Maura que concedió el acceso de las mujeres a la Administración Pública.
Mucho más importante por su labor en la igualdad educativa de hombres y mujeres fue la creación en 1876 de la Institución Libre de Enseñanza, más conocida como la ILE. Esta iniciativa, enmarcada en la filosofía Krausista, con metodología activa, laica, cercana a la naturaleza y a explorar en ella, libre de dogmatismos y enfocada al servicio de la sociedad fue obra de una iniciativa de intelectuales como Francisco Giner de los Ríos, Laureano Figuerola, Teodoro Sáinz Rueda, Gumersindo de Azcárate o Nicolás Salmerón, entre otros. Pero no olvidemos los nombres de las mujeres que también se implicaron prácticamente desde el principio, y las que siguieron su ejemplo, como María Goyri, María de Maeztu, Rafaela Ortega y Gasset, Amparo Cebrián, Gloria Giner de los Ríos García, Jimena Menéndez-Pidal, María Moliner, Laura de los Ríos Giner, María Zambrano, Carmen de Zulueta, Eulalia Lapresta y un largo etcétera.
La ILE no comenzó siendo claramente feminista, los tiempos y la mentalidad no lo permitían, pero su carácter abierto y la presencia de mujeres tan concienciadas y preparadas como las antes mencionadas convirtió a esta institución en la vanguardia de la conquista de los derechos de las mujeres en España. La ILE fue evolucionando hacia posiciones claramente feministas y una buena muestra de ello fue la creación en 1915 de la Residencia de Señoritas, homóloga a la Residencia de Estudiantes masculina, famosa por haber albergado a toda una vanguardia intelectual y artística y que se puso en marcha tan solo cinco años antes.
Este ambiente liberalizador y rupturista propició que en 1910 se publicara la Real Orden de 8 de marzo que autorizaba, por fin, a matricularse a las mujeres en estudios universitarios en absoluta igualdad con los hombres, acabando con segregaciones y discriminaciones. En esta Real Orden se decía[x]:
Ilmo. Sr.: La Real orden de 11 de junio de 1888 dispone que las mujeres sean admitidas a los estudios dependientes de este Ministerio como alumnas de enseñanza privada, y que cuando alguna solicite matrícula oficial se consulte a la Superioridad para que ésta resuelva según el caso y las circunstancias de la interesada.
Considerando que estas consultas, si no implican limitación de derecho, por lo menos producen dificultades y retrasos de tramitación, cuando el sentido general de la legislación de Instrucción Pública es no hacer distinción por razón de sexos, autorizando por igual la matrícula de alumnos y alumnas.
S.M. el Rey (q. D. g.) se ha servido disponer que se considere derogada la citada Real orden de 1888, y que por los jefes de los Establecimientos docentes se concedan, sin necesidad de consultar a la Superioridad, las inscripciones de matrícula en enseñanza oficial o no oficial solicitadas por las mujeres, siempre que se ajusten a las condiciones y reglas establecidas para cada clase y grupo de estudios.
De Real orden lo digo a V. I. para su conocimiento y demás efectos. Dios guarde á V. I, muchos años. Madrid, 8 de marzo de 1910.
ROMANONES.
Quedaba mucho camino por recorrer y muchas mujeres, aun en minoría y bajo la misoginia reinante, se vieron sometidas a maltrato por sus compañeros varones en demasiadas ocasiones, como lo antes mencionado sobre la llamada Jarca de la Universidad. Incluso su horizonte profesional se vio constreñido por las costumbres y creencias, por lo que estas mujeres optaban por estudiar Medicina (especialidades de Pediatría y Ginecología), Farmacia, Filología y Filosofía y Letras. Carreras como Derecho les estaban vetadas de facto, por la dificultad para ejercerlas posteriormente en un ambiente judicial demasiado misógino. De hecho, la primera mujer que se colegió como abogada fue Asunción Chirivella en 1922, y la primera que lució toga en un juicio fue la célebre Victoria Kent en 1925. La primera mujer jueza de la historia política española fue Maria Lluïsa Algarra Coma, nombrada el 2 de diciembre de 1936.
Pero en 1910 comenzó un camino que hoy continúa y permanece más abierto que nunca. Pero no olvidemos a las pioneras, a las mujeres que tanto hicieron por los derechos de todas.

Luis Orgaz y María Felicitas Valero
REFERENCIAS
[i] Agencia Estatal Boletín Oficial del Estado. Ley de Instrucción pública autorizada por el Gobierno para que rija desde su publicación en la Península é Islas adyacentes, lo que se cita. Gaceta de Madrid, núm. 1710, de 10 de septiembre de 1857, páginas 1 a 3 (3 págs.). Departamento: Ministerio de Fomento. Referencia: BOE-A-1857-9551. https://www.boe.es/buscar/doc.php?id=BOE-A-1857-9551
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