LA DIFÍCIL VIDA COTIDIANA EN UNA CIUDAD DURANTE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA
La vida cotidiana de las ciudades también se veía gravemente alterada durante los conflictos bélicos del siglo XIX. Los ciudadanos civiles sufrían las consecuencias de las guerras a pesar de que las operaciones se desarrollaban habitualmente lejos de las ciudades y que no se tomaba como objetivo específico a la población, tal y como se comenzó a hacer a partir de la Segunda Guerra Mundial.

Grabados de Toledo: Vistas panorámicas (siglos XVI-XX)
Archivo Municipal, Ayuntamiento de Toledo
Bierge, Pieter van den (1659-1737)
Toledo fue un ejemplo de este sufrimiento durante la Guerra de la Independencia (1808 – 1814). A pesar de encontrarse lejos de los escenarios bélicos, la vida cotidiana de sus habitantes tuvo que adaptarse a unas necesidades y circunstancias muy duras que no pudo evitar.
Las guerras son una constante en la historia del ser humano y en el caso de los españoles no puede cabernos duda de que han marcado nuestro devenir histórico. Desde el siglo XVI España ha intervenido en aproximadamente 127 conflictos bélicos. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que todos los españoles de los últimos quinientos años hemos asistido, al menos, a una guerra en la que estábamos implicados como nación.
Los siglos XVI y XVII, con la expansión del Imperio de los Austrias, nos llevó a participar en 74 guerras, cinco de las cuales se desarrollaron en territorio peninsular. En el siglo XVIII la cifra bajó a 18 gracias a la estabilización de los territorios americanos, de las que tan solo una se vivió en España, la Guerra de Sucesión.
El siglo XIX fue un tiempo de agitación y cambio, alterado por revoluciones sociales y nacionalismo, por lo que la cifra de conflictos se elevó a 20, siendo especialmente graves las guerras civiles que sufrimos dentro de la península ibérica, concretamente las tres guerras Carlistas y la Revolución Cantonal, junto a las guerras de independencia americana y un conflicto especialmente duro, largo y cruel: la Guerra de la Independencia frente a las tropas napoleónicas. Y, para acabar el siglo, la Guerra contra Estados Unidos que se cerró con el Desastre del 98.
El siglo XX se ha visto manchado con guerras tan duras y difíciles como la Guerra del Rif o de Marruecos, que tantos desaciertos y muertes provocó, y la Guerra Civil, tan dramática que aún hoy, transcurridos ochenta y seis años de su finalización, sigue recordándose. Otros conflictos que influyeron mucho menos en la vida de los españoles en este siglo fueron la invasión del Maquis antifranquista en Pirineos, la Guerra de Sidi-Ifni y la participación española en la Guerra del Golfo entre 1990 y 1991.
Desde 1992 hasta hoy España se ha visto involucrado en seis operaciones dentro de coaliciones internacionales como fuerza de interposición o de paz y en dos guerras con otros aliados, la Guerra de Afganistán y la Guerra de Irak.
Demasiadas guerras que denotan claramente el espíritu violento de los seres humanos, al que los españoles nunca hemos sido ajenos. De todas ellas, y en estos quinientos veinticinco años, dieciocho se han vivido en la Península Ibérica y a una de ellas nos vamos a remitir para desarrollar el tema de este artículo: La Guerra de la Independencia (1808 -1814).
El 27 de octubre de 1807, Manuel Godoy, valido y primer ministro del rey de España Carlos IV, representado por su consejero de Estado y Guerra, Eugenio Izquierdo, firmaba en la ciudad de Fontainebleau un acuerdo de colaboración con el emperador Napoleón Bonaparte. Con este tratado se acordaba la ayuda española en la invasión de Portugal y, lo que era más importante, el tránsito de tropas franceses hacia este país.
El trono de España se encontraba aliado con Francia en la guerra contra Inglaterra y tan solo dos años antes se había producido la lamentable derrota de la flota conjunto franco-española en Trafalgar ante este poderoso enemigo. Portugal era un fiel aliado de Inglaterra, por lo que poca extrañeza despertaron estos acuerdos inicialmente.
Sin embargo, lo que ningún español sospechaba era que las verdaderas intenciones de Napoleón no se limitaban a invadir y conquistar Portugal, sino que iban mucho más allá. Y mucho menos podían imaginar la terrible guerra que se avecinaba.
Un ambicioso Napoleón se veía, secretamente, dueño de un inmenso imperio que en América se había extendido desde la Tierra del Fuego hasta prácticamente la actual Canadá. La empresa no le parecía difícil, el antaño poderoso Imperio Hispánico hacía aguas por todas partes y ya ni siquiera mostraba su acostumbrada arrogancia. Los espías y asesores del victorioso emperador de los franceses le habían asegurado que era fácil hacerse con el trono de Madrid. Le transmitieron la visión de un pueblo español atrasado, anclado en antiguas costumbres y muy ligado al clero, un pueblo incapaz de superar una mentalidad arcaica y acabar con el reinado de unos reyes débiles, ineptos y perezosos. Un pueblo primitivo y fácil de controlar. Además, Napoleón contemplaba, con toda razón, la enorme superioridad de su ejército sobre los soldados españoles.
Con estas convicciones se inició la entrada de tropas francesas en una cantidad exagerada y en dirección no solo a Portugal, sino a otros lugares de España que no se encontraban en la ruta hacia Lisboa, al tiempo que se ocupaban ciudades, puertos y fortalezas. Surgieron las voces de protesta ante la oleada francesa que ocupaba los puntos estratégicos con la clara intención de quedarse, acompañada de una insolencia insultante.
La alarma de los españoles se terminó de activar cuando contemplaron la obligada marcha de toda la familia real hacia Francia. Aquello fue el detonante de un conflicto en el que el pueblo español, muy lejos de los informes que habían llegado a Napoleón, se convirtió en protagonista de una férrea resistencia que terminó con la derrota del emperador de los franceses. El pueblo en armas fue secundado por un ejército que resurgió deseoso de demostrar su valía y, reconozcamos también, por un cuerpo expedicionario británico que ayudó mucho a derrotar a los franceses.
Algunas ciudades españolas se vieron sometidas directamente a los rigores de la guerra, como Zaragoza y Gerona, asediadas al resistirse a rendirse y arrasadas por el hambre, las epidemias y las bombas. También Cádiz, la ciudad que resistió y que nunca se rindió. Cádiz fue constantemente bombardeada por los franceses y, a pesar de ello, sus habitantes sacaron fuerzas de flaqueza y con buen humor y sarcástica ironía cantaban aquello de: «Con las bombas que tiran los fanfarrones hacen las gaditanas tirabuzones (…)», refiriéndose a los restos de los proyectiles que, tras explosionar, dejaban restos helicoidales de hierro que, al estar calientes, enredaban en sus cabellos para rizarlos.
Fueron pocas, realmente, las ciudades que sufrieron directamente los embates violentos de los combates. Sin embargo, en otras muchas en las que no se disparó ni un solo tiro el conflicto también se convirtió en una pesada carga que provocó un cambio de la vida cotidiana de sus habitantes. Un ejemplo claro de esto fue la ciudad de Toledo.
Toledo era, en aquel momento, una ciudad en decadencia. De los más de cincuenta mil habitantes que tuvo en el siglo XVI, en 1808 apenas contaba con diecisiete mil. Su antaño próspero negocio de telares que trabajaban la seda prácticamente había desaparecido y su vida transcurría lánguidamente gracias a su entorno rural, a los artesanos que abastecían a sus vecinos y a la Real Fábrica de Armas, creada poco antes por el rey Carlos III.
Una muestra de su antiguo poder estaba en su alto censo de religiosos e iglesias. En clara desproporción, en Toledo se concentraban veinticinco parroquias y la catedral primada, así como treinta y nueve conventos, con un censo de 150 sacerdotes, 442 monjas y 602 frailes. El resto de la población se distribuía entre jornaleros, muchos de ellos sin ocupación fija, artesanos y empleados de la Fábrica de Armas. Algunos hidalgos mantenían aún la residencia en la ciudad, aunque la mayor parte de la nobleza hacía más de un siglo que vendió sus palacios y mansiones para trasladarse a Madrid. Muchas de sus casas estaban en estado de ruina, la limpieza de sus estrechas calles dejaba mucho que desear y el alumbrado nocturno era muy escaso. Para complicar las cosas, apenas existían plazas o espacios abiertos y junto a las numerosas iglesias se amontonaban las tumbas de los fallecidos de cada parroquia.

Colección Municipal de Grabados. Archivo Municipal de Toledo
Parcerisa Boada, Francisco Javier (1803-1876)
Sin embargo, esta pequeña localidad, antaño gran ciudad, se convirtió en un punto importante en el mapa, al estar situada en el centro de la Península en una encrucijada de caminos. La ciudad de Toledo se encuentra en el Valle del Tajo, próxima a Madrid y con caminos abiertos hacia Extremadura, Andalucía y Levante, lo que propiciaba su elección como base para concentrar tropas o almacenar suministros, así como paso obligado para los ejércitos en su deambular por la Península.
Las noticias que llegaban de la cercana Corte eran preocupantes, pero la preocupación se convirtió en certeza el 20 de abril de 1808, doce días antes de la trágica sublevación del Dos de Mayo en Madrid. Ese día apareció en Toledo una elegante y numerosa comitiva de soldados franceses. Un oficial francés llamado Thomas, maestre de campo del general Dupont, había llegado para controlar la ciudad y preparar el alojamiento de 14.000 soldados que se dirigían hacia Andalucía. Thomas exigía alimentos y camas para los hombres y forraje para más de seis mil caballos y mulos.
Antes de continuar debemos explicar que los ejércitos antes del siglo XX se abastecían sobre el terreno. Los soldados exigían dos cosas: su sueldo y su comida. Llevaban un servicio de cocinas, pero los alimentos los conseguían esquilmando las tierras por las que pasaban. Lo demandado era especialmente pan, vino, queso, carne y paja.
En territorio propio los ciudadanos estaban obligados a abastecer a las tropas y darles alojamiento, tal y como exigía el maestre de campo Thomas, al considerar que España colaboraba de buen grado, una idea que no compartían la mayoría de los españoles. Habitualmente se llegaba a un acuerdo y se evitaban represalias, es decir, que los soldados tomasen por la fuerza cuanto necesitasen, que era el método habitual cuando operaban en territorio conquistado.
Una muestra de la enorme cantidad de provisiones que necesitaba un ejército nos la proporcionan Enrique Martínez y Francisco José Corpas[i]:
Una ración diaria de un soldado se componía de 700 gramos de pan, unos 600 gramos de carne, pescado o queso y ¾ de litro de vino. Por tanto, un contingente de 15.000 hombres requería cada dos días, unas 22.500 libras de pan (10 toneladas), mientras el suministro de 15.000 libras de carne (7.500 kgs.) exigía el sacrificio diario de unas 750 cabezas de ganado ovino o 75 de vacuno. Para el acarreo de los suministros de un ejército de 15.000 hombres, se hacía necesario, entre la harina, los hornos para su panificación y la leña para encenderlos cerca de 125 carros y las correspondientes caballerías. Por último, junto al personal militar, el ejército necesitaba tanto de caballos como de bagajes. Los primeros, para transportar la artillería, la caballería, los oficiales y los carros de campaña, por lo que un ejército podía ir acompañado de 5.000-10.000 bestias que consumían diariamente por sí solas 50 toneladas de pienso o el pasto de 80 hectáreas.
Por otra parte, cuando el ejército decidía acampar en la ciudad los vecinos estaban obligados a alojar en sus casas a los oficiales, y a proporcionar a los soldados camas, colchones y un lugar donde cobijarse. Además, los hospitales debían atender a los heridos y enfermos. Una vez pasados de largo se podía solicitar compensaciones económicas a la Real Hacienda, pero estas compensaciones ni alcanzaban a satisfacer el gasto realizado, ni era seguro que se otorgasen.
Los altos mandos se alojaban en las casas principales y el resto de oficiales en las casas menos destacadas. Estaban exentos del deber de alojamiento los nobles y los familiares de la Inquisición, es decir, los seglares que pertenecían a las cofradías de San Pedro Mártir y servían al Santo Oficio como auxiliares. Pero el resto debían ofrecer el mejor servicio a los oficiales asignados. Esto me trae a la memoria la obra de teatro de Calderón de la Barca «El alcalde de Zalamea», en la que el alcalde de la villa se ve obligado a alojar en su casa a un capitán, escondiendo a su bella hija, pero finalmente la descubre y ultraja. O lo acontecido en Madrid el Dos de Mayo de 1808, cuando el pueblo se sublevó y acabó con la vida de numerosos oficiales franceses al encontrarlos solos en las calles de Madrid, cuando estos se dirigían a sus unidades desde las casas en las que estaban alojados.
Los soldados ocupaban establos, edificios municipales e incluso iglesias y monasterios. En el caso de los franceses del ejército napoleónico, poco dados a respetar la religión, se propasaban y no solo ocupaban los claustros de dichos lugares sagrados, sino que entraban en los templos cometiendo todo tipo de sacrilegios y robos en su interior.
Pero, volviendo al maestre de campo Thomas y su llegada a Toledo, parece que ni la paciencia ni los buenos modos fueron su forma de intentar entenderse con el corregidor de la ciudad. Exigió, sin más, y puso especial énfasis en que se cumplieran las órdenes que traía del propio Consejo de Castilla, plenamente colaboracionista con lo que estaba ocurriendo. En estas órdenes se explicitaba la requisa de camas y colchones, bajo multa de 50 ducados; el alojamiento de oficiales franceses en casas particulares, y la habilitación plena para alojamiento de soldados de seis conventos, estando obligados los otros 33 a facilitar camas y ropa de cama, estando autorizados los franceses para acceder a ellos. Algo intolerable para los toledanos que se temían la entrada de soldados en los conventos de monjas.
Thomas amenazó con tomar por la fuerza lo que se le negara, recurriendo incluso al saqueo, y se alojó tranquilamente en la mejor posada de Toledo, la posada de la Sangre, junto a la plaza de Zocodover, anunciando que en menos de una semana llegaría la totalidad de la tropa. Aquellas amenazas y la nula resistencia del corregidor, que pidió colaboración a todos los ciudadanos para recaudar rápidamente lo que se exigía, desataron la protesta de más de tres mil toledanos que muy irritados se manifestaron frente a la casa del corregidor e incluso la asaltaron y quemaron. A continuación, se dirigieron hacia el alojamiento de Thomas, pero la sangre no llegó al rio y algunos ciudadanos de prestigio en la ciudad les frenaron en su intento de llevarse por delante a los franceses.
Lo cierto es que nada consiguieron porque el 26 de abril, seis días después de la llegada de Thomas, los franceses ocuparon la ciudad ante el silencio y la impotencia de sus habitantes, colocaron como comandante militar de la plaza a un oficial llamado La Plane, y centinelas en las principales puertas de la ciudad. Comenzaba, así, la ocupación francesa de Toledo.
Nos queda hacer una referencia al ejército español acantonado en Toledo, mil quinientos soldados del Regimiento de Suizos. Estos salieron hacia el sur, poco antes de la llegada de los franceses. Evitaron de esta manera cualquier enfrentamiento con un enemigo muy superior que los habría superado y humillado fácilmente. Se dirigieron a Andalucía con la intención de ponerse a salvo ante lo que comenzaba a ser evidente: la invasión y conquista de España.
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¿Podemos entender, desde nuestra perspectiva del siglo XXI y nuestra cómoda vida apoyada en derechos, estas circunstancias? ¿Podemos empatizar con una población de 17.000 habitantes que se ve invadida por 15.000 arrogantes y rudos soldados?
Alojarles y darles de comer a ellos y a sus animales; entregarles camas y colchones; limpiar las calles de las inmundicias que miles de caballos y mulos «dejaban caer»; soportar que controlasen el poder político e incluso de tránsito, y atender a sus heridos y enfermos dándoles prioridad sobre los vecinos de la ciudad[ii]. Pero esto, solo era el principio.
La ciudad, además, estaba obligada a sufragar gastos de edificación y mantenimiento de construcciones militares, puentes y puestos móviles, así como colaborar en la recogida, almacenamiento y transporte de alimentos, armas y municiones si así se lo pedían. En el caso de Toledo, todo el armamento de su Fábrica de Armas fue confiscado y se la puso a trabajar gratuitamente para los franceses.
Pero había más… porque a lo largo de la contienda se ocuparon más conventos y dos edificaciones emblemáticas, el Alcázar y la Universidad, y se saquearon sistemáticamente varios edificios religiosos. Esto provocó, entre otras cosas, que surgiera una leyenda popular alusiva a dichos saqueos y abusos, una leyenda que escribió Gustavo Adolfo Bécquer y que se titula «El beso»:
En el convento del Carmen se alojaba un grupo de sodados en la nave de su iglesia. Uno de ellos quedó prendado de la belleza de una escultura, la de Elvira de Castañeda, situada de rodillas y en actitud de orar junto a la de su marido, Pedro López de Ayala, ubicadas ambas sobre su tumba.
El soldado se fijaba en ella embelesado y, preguntado por sus compañeros, confesó haber quedado enamorado de esa señora. Todos rieron y le invitaron a beber para olvidar tan frenético, absurdo y repentino amor, pero el soldado, lejos de ello y nublada su mente por el alcohol, fue hacia la estatua de mármol y lentamente acercó sus labios para besarla. Pero, repentinamente, se escuchó un tremendo golpe al tiempo que el desdichado caía al suelo sangrando abundantemente por nariz y boca. Sus compañeros quedaron paralizados y mudos por el espanto. Estaba muerto. Todos habían visto, atónitos, como la estatua del marido de la dama había cobrado vida y con una fuerte bofetada había impedido que se mancillara su honor.

Iglesia de San Pedro Martir (Toledo)
No vamos a dar credibilidad a tan trágica leyenda, a pesar de que se localiza en un convento, el del Carmen Calzado, que fue demolido tras ser saqueado y arruinado por los franceses, y existir las estatuas de Doña Elvira Castañeda y su celoso marido, las cuales se salvaron y están depositadas actualmente en la iglesia de San Pedro Mártir. Pero esta historia sí nos sirve de base para entender las tropelías, abusos y ruina que causaron los franceses durante su ocupación.
Todos los gastos de manutención y alojamiento a los que antes aludíamos, se debían sufragar en el caso de ciudades estratégicas, como Toledo, durante todo el año, porque siempre hubo tropas acantonadas en la ciudad. Sin embargo, se vivieron situaciones extremadamente críticas cuando se producía el paso y estancia temporal en la ciudad de grandes ejércitos de uno u otro bando, lo que ocurrió en el caso de esta sufrida ciudad nada menos que en diecisiete ocasiones durante el transcurso de la guerra, es decir, entre 1808 y 1814.
Hubo momentos muy difíciles, como los días transcurridos entre el 13 y 23 de diciembre de 1808. Previamente, en el mes de julio, los franceses se retiraron tras la victoria española en la batalla de Bailén. Pero esto provocó la venida personal de Napoleón con sus mejores tropas y la derrota de los españoles. Una vez recuperado el control, Toledo fue vuelto a ocupar y los soldados franceses no se comportaron con tanta condescendencia y amabilidad como anteriormente, sino que incendiaron, saquearon y robaron todo lo que les vino en gana.
En estos saqueos en los que los oficiales autorizaban a sus hombres a hacer lo que quisieran, se producían hechos anecdóticos como el asalto a las bodegas de vino del pueblo de Valdepeñas, en Ciudad Real, donde se dio una de las borracheras más multitudinarias de toda la historia.
De todos estos tránsitos de tropas por la ciudad, el más angustioso y numeroso fue el que se produjo el 20 de julio de 1809, cuando nada menos que 46.000 soldados franceses acamparon entre Toledo y el pueblo de Olías del Rey, a lo largo de diez kilómetros, abasteciéndose varios días a costa de la ciudad y los pueblos cercanos.
Pero no solo hubo franceses pasando y exigiendo. También el ejército conjunto hispano-británico-portugués, e incluso fuerzas numerosas de guerrilleros pidieron sustento y alojamiento, concretamente en cinco ocasiones. Eran, evidentemente menos violentos, pero no menos exigentes.
La exigencia de suministros, alojamiento y atención hospitalaria fue una constante, pero no la única que tuvieron que sufrir los ciudadanos de Toledo. A las contribuciones ordinarias y extraordinarias a las que se vieron sometidos para sufragar estos gastos se sumaban otros:
- Organización de festejos y regalos a José I Bonaparte, rey de España, las siete veces que pasó por la ciudad.
- Bailes, agasajos y fiestas en honor de los oficiales franceses.
- Chantajes por parte de jefes militares. Por ejemplo, en enero de 1813 un comandante militar de la plaza exigió un regalo de 4.000 reales, y no fue el único.
- Gastos de encarcelamiento. Los soldados franceses también eran encarcelados cuando cometían delitos o desórdenes públicos, normalmente en cuarteles como el Alcázar, pero en ocasiones ocupaban la cárcel de la ciudad. En determinados momentos en la cárcel hubo demasiados franceses presos por delitos comunes, por lo que el Alcalde de la Cárcel en 1809 solicitaba una subvención, al ser él quien corría con todos los gastos generados. Se quejaba de que los franceses no pagaban, como es costumbre, por derechos tales como su salida temporal de prisión o habitación de comodidad. Por otra parte, denuncia que el Ayuntamiento, empobrecido, no pagaba desde hacía tiempo por la entrada de presos en la cárcel.
La ciudad de Toledo, como otras muchas, se vio sometida durante esta larga y cruenta guerra a la angustia generada por un ejército invasor e intolerante, a sus continuas exigencias y a un empobrecimiento que arrastrará durante los años siguientes. En el archivo de la Diputación Provincial de Toledo se encuentran numerosos documentos que nos informan de las muchas reclamaciones que los vecinos de la provincia de Toledo efectuaron tras la contienda para ser compensados por los abusos a los que fueron sometidos. Estos documentos muestran como Toledo siguió arrastrando el peso de las consecuencias económicas de la contienda militar durante años. Muchas de estas reclamaciones jamás fueron atendidas.
En el lado positivo debemos indicar que los españoles afrancesados que colaboraron con el invasor consiguieron llevar a cabo o, al menos, iniciar algunas reformas que modernizaron el urbanismo. Siguiendo las normas y modas francesas, se comenzó a derribar edificios para abrir plazas y sanear el fétido ambiente de las estrechas calles. Se comenzó a plantear la necesidad de cerrar los cementerios particulares de cada parroquia y crear un único cementerio extramuros. Por otra parte, ordenaron fijar azulejos en las calles y plazas con su nombre, así como el número de cada casa.
Y, para terminar, no quiero olvidar que el amor también surgió entre franceses y españolas. Un detalle que se olvida en los manuales de Historia pero que no puedo dejar a un lado cuando hablamos de la vida cotidiana en aquellos difíciles años. En el Portal de Archivos Españoles (PARES) se guardan documentos personales y, entre ellos, una carta de amor de una mujer española enamorada de un oficial francés, una carta llena de angustia ante la falta de noticias de su amado[iii]. En la carta, cuya primera página reproducimos a continuación, puede leerse:

1809-1810
« Amado bien mío. Tu silencio me tiene con la mayor pena sin poder tener sosiego en mi corazón por faltarme tus noticias y con tanto afán las deseo para salir del cuidado en que me han puesto las fatales novedades que por aquí corren, pues se asegura por muy cierto que los franceses han dado una batalla en la cual han sido derrotados por los españoles con pérdida de muchos prisioneros y muertos (…) Puedes considerar como estaré con semejantes especies. Juzga por lo mucho que tú sabes que te adoro con la gran vehemencia que padecerá mi espíritu siendo tan cierto que tu vida tanto me interesa. Te aseguro dueño mío que es mucho tormento el mío pues apenas puedo vivir con los malos ratos que padezco y siempre con la cruel incertidumbre de no saber el día que volveré a verte (…). Estoy de malísimo humor y sin gusto para nada y por lo tanto no te doy ninguna noticia ni quiero decirte nada de tus amigos y demás cosas que ocurren todos los días con el gran número de ignorantes de esta Corte que se creen vencedores y dicen que los franceses están perdidos porque no tienen tropas suficientes para conquistar España».
Dos referencias obligadas antes de cerrar.
La primera, mencionar que este artículo está basado en un trabajo que desarrollé en 2008 dirigiendo a un grupo de alumnos del Instituto María Pacheco de Toledo. El trabajo se titulaba «Impacto económico y social del acantonamiento y tránsito de tropas en Toledo durante la Guerra de la Independencia» y los alumnos eran: Abel Alonso Alonso, Adara Contreras Velasco, Ruth García Rodríguez, Oana Hangiu, Julia Martí Anaya y Jaime Messiá de la Cerda Álvarez. A todos ellos recuerdo con cariño a pesar del mucho tiempo transcurrido.
La segunda mención es a la obra de uno de los más grandes toledanistas, un investigador e historiador insustituible para conocer Toledo y su pasado. Me refiero a Fernando Jiménez de Gregorio, autor de varias obras de imprescindible consulta para estudiar Toledo en esta época:
- Jiménez de Gregorio, Fernando. Toledo y su provincia en la Guerra por la independencia de 1808. I.P.I.E.T. – Diputación Provincial de Toledo.
- Jiménez de Gregorio, Fernando. La Junta General de Agravios de Toledo bajo el régimen Josefino. Anales Toledanos, nº 17, págs. 121-150. Ed. I.P.I.E.T. -Diputación Provincial de Toledo. 1983.
- Jiménez de Gregorio, Fernando. El Ayuntamiento de Toledo en la Guerra por la Independencia y su entorno (De 1809 a 1814). I.P.I.E.T. – Diputación Provincial de Toledo. 1984.
- Jiménez de Gregorio, Fernando. Los pueblos de la provincia de Toledo hasta finales del siglo XVIII. Tomo V. Toledo. I.P.I.E.T. – Diputación Provincial de Toledo. 1989.
- Jiménez de Gregorio, Fernando. El motín de Toledo de 1808. I.P.I.E.T. – Diputación Provincial de Toledo. 1989.
- Jiménez de Gregorio, Fernando. Más noticias sobre Toledo y su provincia en la Guerra por la Independencia. Rev. Anales Toledanos, nº 33. Ed. I.P.I.E.T. – Diputación Provincial de Toledo.

Luis Orgaz Fernández
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