EL CURA SANTA CRUZ Y LA INMENSA CRUELDAD DE LAS GUERRAS CARLISTAS

El cura Santa Cruz (en el centro de la imagen) con varios destacados miembros de su partida. La foto fue tomada en Vizcaya o Navarra entre 1872 y 1873. Lleva en sus manos un largo bastón, su única arma, porque rechazaba portar ninguna otra.
Foto obtenida del artículo: Zavala Fernandez de Heredia, Luis; Zavala Arnott, Iñigo; Cajal Valero, Arturo; Amutxastegi Ramos, Aitor. El cura Santacruz. Nuevos datos y cartas del archivo de la casa de Zavala. Memoria del acto académico. 9.06.2018 Iriondo-Goikoa (Gorriti). Archivo Zavala.
https://www.archivozavala.org/sites/default/files/2019-04/ElCuraSantaCruz.pdf
Las tres Guerras Carlistas fueron un paradigma de la crueldad y un terrible ejemplo de hasta donde puede llegar la ferocidad humana cuando se desata. No solo se enfrentaron españoles contra españoles por motivos políticos o fidelidad a uno u otro monarca, sino también por motivos ideológicos y religiosos. El número de muertos de los tres conflictos que se desarrollaron entre 1833 y 1876 no se puede determinar con exactitud, pero puede estar en torno a los 250.000, alcanzando no solo a los militares y milicianos, sino también a la indefensa e inocente población civil.
Ambos bandos en conflicto protagonizaron hechos escandalosos. El general carlista Zumalacárregui dictó un bando en el que ordenaba: «Todos los prisioneros que se hagan al enemigo, sean de la clase y graduación que fueren, serán pasados por las armas como traidores a su legítimo soberano». La espiral de violencia llevó a extremos como el protagonizado por el carlista Ramón Cabrera, conocido como «el tigre del maestrazgo» y su enemigo el general Agustín Nogueras. Cabrera ordenó ejecutar a dos alcaldes acusados de colaborar con el gobierno de Isabel II. Como represalia, Nogueras fusiló a la madre de Cabrera. Y como venganza, Cabrera ordenó fusilar a todos los prisioneros pero, sediento de sangre, no paró ahí, y ordenó ejecutar inmediatamente a cuatro esposas de oficiales enemigos «para expiar el infame castigo que ha sufrido la más digna y mejor de las madres».
También hubo masacres sobre la población civil de enorme calado. En la ciudad de Cuenca nunca podrán olvidar el saqueo a que se vio sometida en 1874 esta ciudad que, con apenas 8.000 habitantes, fue asaltada por más de 14.000 soldados y milicianos carlistas. La soldadesca contó con la aquiescencia de sus mandos, entre ellos el hermano del pretendiente al trono, Alfonso de Borbón y su esposa María de la Nieves de Braganza. Ninguno movió un solo dedo para impedir que durante cuatro días la indefensa población fuera masacrada y la ciudad saqueada hasta sus cimientos.
El ejército del Gobierno de Madrid estaba constituido, mayoritariamente, por militares. Sin embargo, en las fuerzas carlistas además de los soldados combatían un buen número de voluntarios que colaboraban al esfuerzo común, pero desde una notable independencia que, en el caso del Cura Santa Cruz protagonista de este artículo, llegó a ser inasumible incluso para los propios mandos carlistas.
Se formaron un buen número de partidas de guerrilleros que llegaron a contar hasta con cientos de hombres, incluso en ocasiones pasaron del millar, con una gran movilidad, conocimiento del terreno y gran capacidad para coaccionar a la población civil en la misma medida que tendían emboscadas a las tropas enemigas.
Entre las numerosas partidas carlistas que operaron en favor del Carlismo, destacaron la de Pascual Cucala en el Maestrazgo, la de Mariano de la Coloma en Cataluña y, especialmente por su crueldad, la del sanguinario Manuel Ignacio Santa Cruz Loidi, conocido como el Cura Santa Cruz.
Santa Cruz, un cura de pueblo de carácter seco y escasamente empático, se «echó al monte» cuando comenzaron en 1872 las primeras hostilidades de la Tercera Guerra Carlista. Católico fundamentalista estaba convencido de luchar contra un enemigo no solo político, sino también de fe. Esto le llevó a una auténtica cruzada, encuadrado en las filas del Carlismo que pretendía llevar al trono a quien consideraban legítimo pretendiente: Carlos de Borbón y Austria-Este, para sus partidarios Carlos VII.
El contexto se encuentra en el difícil reinado de Amadeo de Saboya (Amadeo I) y la Primera República española, tras la expulsión de España de la reina Isabel II. El pretendiente creyó llegado el momento de hacerse con el trono y lo exigió por los supuestos derechos sucesorios que le otorgaban ser descendiente de Carlos, hermano de Fernando VII. Levantó un ejército que se componía de tropas regulares, pero también de partidas de guerrilleros que, como en el caso de Santa Cruz, en muchas ocasiones resultaban difíciles de controlar.
El Cura Santa Cruz es el paradigma de la crueldad generada por el conflicto bélico de las Guerras Carlistas. Este sacerdote guipuzcoano que operó en Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra, llegó a contar con una nutrida tropa de hasta ochocientos hombres. No fue un genio militar. Pío Baroja[i] lo describe como un hombre cruel y fanático que tuvo mando sobre muchos hombres y fue temido, pero como militar y estratega valía más bien poco. Realizaba emboscadas, atacaba a pequeñas unidades y desconfiaba de los militares carlistas, a los que no podía, en modo alguno, igualarse tácticamente. A pesar de estar en el mismo bando, estos altos mandos no solo lo despreciaban, tildándole de villano, asesino, sacerdote indigno y otros apelativos, pero, a pesar de esto, consiguió sembrando el terror hacerse un nombre y el máximo respeto por parte de sus enemigos y, sobre todo, de la población.
Su fama y crueldad llevaron al Gobierno de Madrid a poner precio a su cabeza. Ante esto dio una sarcástica respuesta que se hizo célebre: «Mucho me alegro que valga tanto mi cabeza. Mi hermana en Tolosa paga catorce reales por la cabeza del cerdo, y si es grande dieciocho. Más que esto no puedo ofrecer yo por la cabeza del gobernador de San Sebastián[ii]».
Sus crímenes fueron incontables: fusilaba, asesinaba a palos o arrojando a sus víctimas en profundas simas. Llegó a ejecutar a una mujer embarazada y a otras muchas ordenó que las cortaran el pelo al cero, las desnudaran y emplumaran tras embadurnarlas con pez. Pero, eso sí, habitualmente él mismo confesaba a los que iban a ser ejecutados para salvar sus almas, excepto cuando ofrecían demasiada resistencia, en ese caso afirmaba que «a veces hay que trabajar en favor del Infierno» y los asesinaba sin darles la absolución. Cobró contribuciones, dio órdenes a los ayuntamientos y estableció un sistema de salvoconductos para poder moverse en el territorio en el que operaba. Su soberbia fue tal que llegó a erigirse en juez de otros líderes carlistas, llegando a ejecutar a algunos por sospechas de traición o escasa fe en la causa[iii].
No se coordinaba con nadie y despreciaba las órdenes que le llegaban de los mandos del Ejército carlista. Santa Cruz hacía su guerra, iba por libre, y no se atemorizaba ante los reproches y quejas de sus superiores. El único aspecto positivo es el control que ejercía sobre sus hombres, muchos de ellos auténticos bandidos, a los que prohibía, bajo pena de muerte, abusar de las mujeres. Sin embargo, su indisciplina y desmesurada crueldad le llevó a un fuerte enfrentamiento no solo con sus enemigos, los soldados del Gobierno de España, sino también con sus propios compañeros de armas.
Las ejecuciones, en demasiadas ocasiones demasiado severas y abusivas, llevaron a ayuntamientos como el de Vitoria-Gasteiz a pedir al Gobierno, en marzo de 1873, la máxima energía y mano dura contra Santa Cruz y demás bandoleros. El Ayuntamiento decía «estar indignado ante el espectáculo de sangre y horrores del Cura, cuya ferocidad espantaría y aterraría en los tiempos de Atila»[iv].
Pero en su propio bando también se terminó actuando contra él. El general Lizárraga se indignó al saber que Santa Cruz había ordenado propinar ciento cincuenta palos a un militar carlista de setenta años de edad, acusándole de traición por eludir un enfrentamiento con el enemigo tras la firma del Convenio de Amorebieta, un pacto efectuado desde la cúpula del mando carlista y que ordenaba la paralización de las acciones militares.
Santa Cruz, desde el sarcasmo se defendió afirmando que no le habían roto ningún hueso. Un sarcasmo similar al que utilizó cuando le reprocharan que hubiese hecho fusilar a una mujer embarazada acusada de espionaje. Dijo que «se lo tenía que haber dicho». Resulta difícil creer que la pobre mujer no se lo dijese.
Esta extralimitación y la mala fama que propiciaba al bando carlista llevó al propio pretendiente Carlos de Borbón a dictar una orden de detención contra Santa Cruz. El general Lizárraga le cesó el 1 de marzo de 1873, instándole a presentarse ante él de inmediato so pena de declararle en rebeldía y fusilarlo si no lo hacía.
Santa Cruz, una vez más, desobedeció. Fue inmediatamente condenado a pena de muerte, no solo por sus enemigos, sino también por los de su propio bando. En estas circunstancias no le quedó otra opción que huir de España, lo que hizo exiliándose en Francia.
Es curioso que un hombre tan sanguinario terminara siendo perdonado por el Papa, ingresando en la Compañía de Jesús y realizando una abnegada labor como misionero durante más de cuarenta años en Colombia. Parece que esta iniciativa no la tomó para librarse de la persecución a la que estaba sometido, sino que estuvo también motivado por otros motivos, especialmente el arrepentimiento. El hallazgo de cartas manuscritas por el cura Santa Cruz y enviadas desde su puesto como misionero en América parecen confirmarlo:
Sepan que yo, aunque vea quemar España entera, no me pondré en el terreno militar, ni jamás pienso pisar el suelo de mi país si no es a salvar las almas con la predicación; de muy distinta manera que antes (…) Más servicio puedo prestar con la oración que de cualquier otra manera. Y si antes el amor del país (creyendo mal) me llevó a despreciar la vida, hoy (estoy) bien convencido que no hay otro medio que la oración y la predicación (…) Sí, he reflexionado bien y por eso el odio (que, no lo niego, tuve) se ha convertido en amor (…) Perdonadme, yo a todos perdono (…) [v].
Murió en Colombia en 1926. Nunca regresó a España.
Desde una perspectiva política, el cura Santa Cruz ha sido reconocido y alabado por el mundo abertzale, que incluso le llega a identificar como precursor de ETA y la lucha armada contra el capitalismo y el gobierno español.

Luis Orgaz Fernández
REFERENCIAS
[ii] Cajal Valero, Arturo. Notas historiográficas sobre el Cura Santacruz. En El cura Santa Cruz. Nuevos datos y cartas inéditas del Archivo de la casa de Zavala. Autores: Zavala Fernández de Heredia, Luis; Zavala Arnott, Iñigo; Cajal Valero, Arturo, y Amutxastegi Ramos, Aitor. Memoria del acto académico. 9.06.2018 Iriondo-Goikoa (Gorriti). Pág. 20. https://www.archivozavala.org/sites/default/files/2019-04/ElCuraSantaCruz.pdf Pág. 20
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