EL CID, HÉROE O MERCENARIO OPORTUNISTA EN EL «JUEGO DE TRONOS» DEL SIGLO XI

Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, ¿fue un héroe o un mercenario oportunista en el complicado y caótico panorama del siglo XI? No se le puede quitar mérito guerrero y astucia política, pero fueron los juglares los que cantaron y exageraron sus glorias, como hoy hacen los «creadores de contenido» de las redes sociales para vender más su producto audiovisual. Hay más datos sobre su vida a tener en cuenta y aquí los descubrimos.

En el año 711 el Califato Omeya o Califato de Damasco llevó las fronteras de su inmenso territorio a la Península Ibérica. Un ejército no demasiado grande, pero si suficientemente poderoso cruzó el estrecho de Gibraltar y se alió con los enemigos del rey visigodo, Don Rodrigo. Tarik, su comandante, contempló aquellas nuevas tierras con codicia y admiración desde un monte que llevará su nombre: el Jabal-Táriq (Gibraltar).

Los visigodos se defendieron en varios enfrentamientos, pero la batalla que dio la victoria definitiva a Táriq se ha llamado siempre la del río Guadalete. Sin embargo, hoy se considera que tuvo lugar más al sur, a unos cincuenta kilómetros, en las cercanías de la laguna de la Janda y frente a los montes Transductinos[i]. Inmediatamente, el pequeño ejército procedió a tomar, una por una y casi siempre por acuerdo con sus habitantes, las principales ciudades del reino, dejando en segundo plano a los nobles visigodos que les habían ayudado. Comenzó así un cambio transcendental para los habitantes de la Península Ibérica que, poco a poco, renunciaron a su religión y sus costumbres para adoptar las de aquellos invasores que parecían traer más paz y progreso que los belicosos visigodos.

El territorio conquistado de esta forma por Táriq y su comandante Musa ibn Nusair pasó a llamarse Al-Andalus. Evidentemente se llevó a cabo una inmigración de magrebíes y unos pocos árabes desde el norte de África, pero nunca supuso un volumen de personas tan grande como para suplantar a la población nativa. Lo que hoy es España y Portugal no se convirtió en territorio musulmán por una oleada de magrebíes que sustituyó a la población original, sino más bien por la adopción de una cultura que resultó más atractiva. Los musulmanes se mostraron tolerantes con el cristianismo, al menos inicialmente, y lo permitieron, llamando a los que seguían manteniendo este culto mozárabes (musta´rab -arabizados-). Pero ser mozárabe conllevaba pagar tributos especiales y no poder alcanzar determinados puestos en la administración, independientemente de que en algunos momentos de la historia fueron perseguidos. Esto determinó que la mayoría de la población se convirtiera al islam y adoptara sus costumbres, con la misma facilidad con que siglos después y a lo largo de la Reconquista, sus descendientes invertirán el proceso y se cristianizarán.

Sin embargo, en el norte, en unas regiones menos atractivas por su clima lluvioso o frío, por el alejamiento de la capital en Córdoba, por el carácter belicoso y áspero de sus habitantes, la arabización llegó escasamente o, simplemente, no llegó. Allí, los nobles visigodos y algunos ricos descendientes de hispano-romanos crearon sus propios señoríos que declararon independientes del poder musulmán. El mejor ejemplo es Pelayo, ese caudillo godo encumbrado por una batalla, la de Covadonga, que realmente no debió pasar de ser una escaramuza. En su crónica, el cordobés Al-Razi explica la rebelión de Pelayo como la de unos «asnos salvajes» que se negaban a pagar impuestos y a los que terminaron desdeñando porque eran muy pocos y vivían de forma salvaje entre los riscos asturianos[ii].

Fuera como fuera, esos cristianos rebeldes fueron creando territorios independientes que prosperaron y llegaron a tener un gran poder. Tres siglos después, a partir de 1031, el califato de Córdoba cayó en una grave crisis y se fragmentó. Una visión global de la Península Ibérica en el primer tercio del siglo XI nos muestra un panorama extraordinariamente confuso. En el norte y tomando como límite difuso el rio Duero, nos encontraríamos el reino de León que incluía los Reinos de Galicia y Asturias. Junto a este, el reino de Pamplona (Navarra) que, desde el reinado de Sancho III «el Mayor», controlaba los todavía condados de Castilla, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. Y, para finalizar, el extremo oriental de la península se encontraba dividido en los condados catalanes que ya se habían desvinculado de la monarquía francesa y mantenían entre ellos una relación vasallática.

En el resto de la península, bajo dominación musulmana, el califato de Córdoba se quebraba y dividía en una multitud de reinos independientes o taifas que separados carecían de fuerza suficiente, por lo que los reinos cristianos se aprestaban a la expansión o, como mínimo, el cobro de parias. Las parias eran un tributo que un príncipe pagaba a otro en reconocimiento de su superioridad y que garantizaban el respeto de las fronteras, así como la ayuda y protección en caso de agresión externa.

Historia Roderici, ms. 9/4922 de la Real Academia de la Historia, f. 75r.º

La desunión de los reinos y señoríos cristianos y la debilidad de las taifas musulmanas propiciaron rivalidad e inseguridad en un clima de constantes agresiones, así como la firma de alianzas en un «todos con todos» o «todos contra todos», alianzas inestables en las que poco importaba si la fe del aliado o del enemigo era cristiana o musulmana. Esto podemos comprobarlo fácilmente leyendo la Historia Roderici[iii], probablemente la fuente más fiable sobre la vida de Rodrigo Díaz de Vivar «el Cid», en la que se comprueba la multiplicidad de alianzas y enfrentamientos movidos no tanto por la defensa de la fe como por la intención de engrandecer territorios o, simplemente, hacerse con bienes o dinero.

Precisamente, «el Cid» se enmarca perfectamente en este clima favorable para aventureros cristianos que, con sus mesnadas o ejércitos particulares, no siempre reconocidos por los reyes, se dedicaron con mayor o menor fortuna a apoyar a estos en sus afanes conquistadores. El Cid constituye el mejor ejemplo de mercenario oportunista quien, tras la muerte de su valedor Sancho II de Castilla en Zamora y enemistado con el nuevo rey Alfonso VI, se dedicó a poner su espada al servicio del mejor postor, o de sí mismo, para arrebatar a los demás lo que poseían, ya fuera su tierra, su derecho a no pagar parias o hacerlas pagar, o incluso a arrebatar vidas cuando así se precisaba.

Estos caballeros han pasado a la Historia con una aureola de virtudes que en realidad no les corresponde y gran culpa de ello la tuvieron los juglares de los siglos XII y XIII, aunque lo que no podemos negarles es su gran capacidad combativa. Rodrigo llegó a ser un caudillo guerrero que hizo retroceder simplemente con su presencia ejércitos de reyes y se apoderó de una taifa tan poderosa como la de Valencia convirtiéndose de facto en rey. Otro ilustre personaje es Álvar Fáñez, probablemente primo o sobrino de «el Cid» y a quien el Cantar de gesta de Mío Cid convierte en su mano derecha de forma equivocada. Álvar Fáñez, lejos de ser un segundón fue un poderoso y renombrado caballero que, como vasallo del rey Alfonso VI, sostuvo la frontera del Tajo frente a los ataques de los almorávides, alcanzando una gran fama.

Pero, volviendo al contexto, a la Península Ibérica en el siglo XI, debemos mencionar al monarca más influyente del momento, Sancho III «el Mayor», rey de Pamplona entre los años 992 a 1035.  Es un personaje de enorme importancia porque, además de ser rey de Pamplona era señor de los condados de Castilla, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. A su muerte dividió sus señoríos en su testamento, siendo esta decisión la causante de la formalización como reinos de Castilla y Aragón en los años siguientes, pilares básicos para la creación de la Nación Española. Una Nación Española que no existía en aquellos momentos, evidentemente, porque la mentalidad de la época determinaba que los diferentes territorios, señoríos o reinos pertenecían al rey, eran «su» patrimonio. Es el concepto patrimonial del estado frente al concepto nacional del estado, un concepto este último que aún, en aquella época, está muy lejos de aparecer. Porque el concepto de nación otorga la posesión del territorio a sus habitantes, y no a una sola persona, algo impensable entonces y hasta la Constitución de Cádiz de 1812.

Y aquí comenzó un auténtico «juego de tronos» plagado de intrigas, traiciones y asesinatos. Sancho III, haciendo uso de su poder patrimonial sobre los territorios que poseía, los repartió entre sus cuatro hijos:

El primogénito legítimo, García III, heredó el reino de Pamplona. Fernando se convirtió en conde de Castilla y Gonzalo en conde de Sobrarbe y Ribagorza. El ilegítimo Ramiro fue honrado con el condado de Aragón. No tuvieron que transcurrir muchos años para que comenzaran las hostilidades fratricidas.

En el año 1045 Gonzalo, conde de Sobrarbe y Ribagorza, fue asesinado de un lanzazo en la espalda por uno de sus vasallos. Los motivos de su muerte se encuentran sumidos en la oscuridad, pero lo cierto es que su hermanastro Ramiro no debía ser muy ajeno, porque se anexionó rápidamente los territorios del asesinado y se autoproclamó rey, dando carta de naturaleza al reino de Aragón.

Ramiro tampoco tuvo una muerte tranquila, en 1063 atacó territorios de la taifa de Zaragoza y se enfrentó con el rey Al-Muqtádir, al que apoyaban tropas castellanas entre las que probablemente ya se encontraba un jovencísimo Rodrigo Díaz de Vivar «el Cid». En mayo de ese año se encontraba asediando la fortaleza de Graus cuando un musulmán disfrazado de cristiano le clavó traidoramente una lanza en la frente.

El tercero de los hermanos y conde de Castilla, Fernando, realizó una jugada maestra. Consiguió casarse con la hermana de Bermudo III, rey de León. Fernando era consciente de que la heredera de la corona de León era su esposa al no tener Bermudo descendencia, por lo que buscó la guerra y consiguió que Bermudo muriera en 1037 en la batalla de Tamarón. Tras la muerte de Bermudo, tal y como estaba previsto, la corona de León pasó a su hermana, Doña Sancha, y de ésta a Fernando como marido de ella. Pero Fernando no paró aquí. Ya era rey de León y de Castilla, condado al que había elevado a la categoría de reino y, ahora, llevó su ambición al reino de Pamplona (Navarra) en cuyo trono se encontraba su propio hermano, García, atacándole y arrebatándole importantes territorios fronterizos.

En 1054 García murió en la batalla de Atapuerca y Fernando consiguió convertirse en el más poderosos monarca de la Península Ibérica, por lo que será conocido como Fernando I «el Magno».

Por tanto, de los cuatro hermanos que heredaron el patrimonio de Sancho «el Mayor», tres murieron violentamente, y Fernando no solo sobrevivió, sino que amplió sus territorios sin demasiados escrúpulos.

Pero no acaban aquí los hechos luctuosos provocados por asesinatos en pos de arrebatar tierras y señoríos. La muerte de García de Pamplona en la batalla de Atapuerca hizo que subiera al trono su hijo Sancho IV «el de Peñalén» con apenas catorce años. Este rey no llegó a contar con el apoyo de la nobleza y su propio hermano acabó con su vida en 1076 empujándolo al vacío desde lo alto de un risco (el risco de Peñalén) cuando se encontraban en una cacería. El reino de Navarra pasó a manos del rey de Aragón, Sancho Ramírez, hijo del fallecido Ramiro I, lo que sin duda nos indica que pudo tener alguna participación en esta muerte.

Este clima de disputas y asesinatos no paró aquí, sino que continuó en la siguiente generación, en la que ya sí podemos encontrar a Rodrigo Díaz de Vivar «el Cid Campeador», que seguro se sentía muy a gusto en este clima de intrigas y violencia.

El antes mencionado Fernando I «el Magno», siguiendo el ejemplo de su padre, tomó la inadecuada decisión de dividir sus reinos entre sus tres hijos y las consecuencias fueron también las luchas fratricidas y sin escrúpulos.

Fernando, fallecido en 1065, entregó Castilla a su hijo Sancho II, elevando este condado ya de forma definitiva a la categoría de reino. León fue para Alfonso VI y el reino de Galicia, desgajado de León, fue heredado por García II. Pronto se pudo apreciar que la ambición de los dos primeros era demasiado grande como para respetar la decisión de su padre.  Sancho y Alfonso se aliaron y juntos atacaron a García para arrebatarle su reino en 1071. Pero apenas un año después, continuando la tradición de no respetar a la familia, Sancho se dirigió contra Alfonso con el ánimo muy claro de apropiarse de toda la herencia.  Alfonso VI fue derrotado en la batalla de Golpejera, un paraje de la provincia de Palencia, siendo apresado y encarcelado en Burgos y, posteriormente, obligado a ingresar como monje en el monasterio de Sahagún.  Sin embargo y tras la intercesión de la infanta Urraca, hermana de Sancho y Alfonso, este último fue desterrado y se dirigió a la taifa de Toledo, donde el rey Al-Mamún le acogió como refugiado. De esta forma Sancho volvió a reunir bajo su corona todos los reinos de su padre.

Cerrojo de la iglesia de Santa Gadea (Burgos)
La tradicción dice que, supuestamente, el juramento
se hizo sobre el cerrojo de la puerta principal

Sin embargo, el conflicto estaba lejos de resolverse. En 1072 el ambicioso Sancho II fue asesinado en Zamora, cuando intentaba arrebatar esta importante plaza a su hermana Urraca. Alfonso VI reclamó y obtuvo los tronos de León y Castilla, siendo proclamado soberano de ambos reinos. Los juglares crearon el Cantar de Mío Cid, de sobra conocido, en el que se narra como este gran guerrero exigió e hizo jurar a Alfonso en contra de su voluntad en la iglesia de Santa Gadea que no había participado en la muerte de su hermano. Sin embargo, no hay pruebas de que este suceso fuera real y más bien parece invención de los poetas para realzar la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, justificando con este hecho su destierro. Realmente y con las costumbres de la época, si un noble de mediana categoría, como era Rodrigo Díaz, se hubiese atrevido a hacer jurar al rey, humillándole ante toda la Corte, dicho rey no habría tenido ningún problema en ejecutarlo. Por otra parte, este hecho no cuadra con la estima que Alfonso VI tuvo en sus inicios como rey hacia Rodrigo, llegando a autorizar que tomara como esposa a una mujer de su sangre, hija de un primo segundo, Jimena. Rodrigo y Jimena tendrán un hijo, Diego, y dos hijas que nunca se llamaron Elvira y Sol, como afirma el Cantar de Mio Cid, sino Cristina y María.

En realidad, las dos veces que Alfonso VI le desterró fue por desobedecer sus órdenes o por no ser diligente cuando se requirió de sus servicios, respectivamente. El primer destierro, en el año 1080, se produjo cuando Rodrigo y sus mesnadas, desde su castillo de Gormaz, sin autorización del rey Alfonso VI, desarrollaron una fuerte operación de castigo en la taifa de Toledo. El rey, irritado y enojado, le arrojó de Castilla, marchando el campeador a tierras de la taifa de Zaragoza, poniéndose a disposición de un rey musulmán[iv]. Sin embargo, cinco años después fue perdonado, volviendo a ser admitido en la Corte que se había ubicado en la recién conquistada ciudad de Toledo.

Castillo de Gormaz
Soria

El segundo destierro, probablemente hacia 1088, se debió a la inasistencia de Rodrigo y sus hombres a una llamada de su rey para enfrentarse con los almorávides en las inmediaciones de Aledo (Murcia). En la Crónica Roderici[v] se afirma que todo se debió a una confusión, y no a una indisciplina por parte de El Cid, pero Alfonso VI no lo entendió así y procedió a desterrarle nuevamente.

En cuanto al tercer hermano, García de Galicia, aún nos queda por relatar una última perfidia. El ingenuo García II, que en este tiempo había permanecido refugiado en la taifa de Sevilla, volvió para reclamar su trono y, confiado, cayó en manos de Alfonso VI. Los pocos escrúpulos de Alfonso se pueden reconocer en que no le mandó matar, todo un detalle, pero lo encerró en el castillo de Luna hasta su muerte, diecisiete años después. Como anécdota relevante puede contarse que después de su fallecimiento el cadáver fue trasladado a la ciudad de León para recibir sepultura en el Panteón de Reyes de San Isidoro. El rey García dispuso que deseaba ser enterrado encadenado, tal y como había vivido los últimos años de su vida, y de este modo, sus hermanas Elvira y Urraca ordenaron que sobre su lápida fuera representado con cadenas y se escribiera la siguiente inscripción:

«Aquí yace el rey García de Portugal y Galicia, hijo del gran rey Fernando, que fue capturado por su hermano con engaño. Murió preso el 22 de marzo de 1090».

El único y victorioso hermano superviviente y, por lo tanto, heredero de los tronos de León, Castilla y Galicia fue Alfonso, que reinó como Alfonso VI «el Bravo» que consiguió uno de los hitos de la Reconquista, conquistar la que fue capital de los visigodos, Toledo.

Reinos de Taifas 1037

La taifa de Toledo, una de las más relevantes, llegó a su máximo poder con el rey Yahya ibn Isma’il Al-Mamún (1043-1075), llegando a someter a las taifas de Valencia y Córdoba por lo que terminó siendo asesinado. Sin embargo, su nieto y sucesor Yahya ibn Yahya Al-Qádir pronto dio muestras de debilidad y comenzó a ser atacado por las taifas de Zaragoza y Badajoz. Alfonso VI aprovechó la situación y le propuso ser entronizado en Valencia, con la ayuda de tropas castellano-leonesas, a cambio de entregarle Toledo. Al-Qádir aceptó y El 25 de mayo de 1085 los reinos cristianos llevaban la línea fronteriza al rio Tajo e incluso adentrándose más al sur en plena comarca de La Mancha. Al-Qádir marchó hacia Valencia, donde nunca fue bien recibido.

La toma de la taifa o reino de Toledo creó el trágico presentimiento en la España musulmana de que se iniciaba un declive definitivo ante el empuje de los reinos cristianos. Un escritor árabe llegó a decir: «Cuando una alfombra se rompe por un extremo se puede reparar. Pero cuando se rompe por el centro podemos darla por perdida». Fatídica metáfora de lo que acababa de suceder y augurio del final del sueño musulmán de Al-Andalus, que vería su colofón en 1492 con la conquista de Granada.

En este contexto reaparece Rodrigo Díaz de Vivar que entre 1080 y 1085 se había encontrado desterrado, como anteriormente se explicaba, en la taifa de Zaragoza bajo la protección del rey Al-Muqtádir y, cuando este fallece en 1081, de su sucesor Al-Mutamin. Con este último consiguió en 1082 una de sus más importantes victorias contra el conde de Barcelona Berenguer Ramón II, aliado en aquel momento con el rey de la Taifa de Lérida Al-Mundir que, por cierto, era hermano de Al-Mutamin. Los odios y enfrentamientos entre hermanos era un signo de identidad común a musulmanes y cristianos. El triunfo de Rodrigo sobre el catalán fue reflejado tanto en el Cantar de Mío Cid como en la Historia Roderici en la que, por cierto, se incluye las cartas de desafío que intercambiaron Rodrigo y el conde de Barcelona y que constituyen un magnífico exponente de cómo se insultaba y provocaba desde el lenguaje más gentil y educado de la época y que refleja su profunda misoginia[vi]:

(…) Peor injuria y burla nos hiciste al decir que éramos semejantes a nuestras mujeres. Nosotros no queremos corresponderos ni a ti ni a tus hombres con tan grandes injurias, pero pedimos y rogamos al Dios del Cielo que te traiga a nuestras manos y te entregue a nuestro poder para que podamos demostrarte que tenemos más valor que nuestras mujeres (…)

El conde Berenguer

(…) A causa de estas afrentas e injurias que me hiciste, me mofé y me mofaré de ti y de los tuyos, y os equiparé y asemejé a vuestras mujeres por vuestras débiles fuerzas (…)

Rodrigo Díaz de Vivar

Reconciliado con Alfonso VI tras la conquista de Toledo, Rodrigo fue requerido por el rey para auxiliar a Al-Qadir en Valencia, donde se encontraba agobiado por rebeliones internas, las taifas vecinas y, sobre todo, por los almorávides, un ejército de musulmanes fanáticos llegados del norte de África que pusieron en serios aprietos a todos los reinos y taifas de la Península Ibérica.

En 1087 el Cid, acompañado del rey de Zaragoza, se dirigió a Valencia donde llegará a la cumbre de su poder y donde terminará sus días. Su objetivo era proteger a Al-Qadir por encargo de Alfonso VI, pero las circunstancias fueron muy distintas. Como anteriormente se ha explicado, en 1088 Rodrigo volvió a sufrir las iras de su rey al no comparecer con sus tropas a su llamada. Esto enojó sobremanera a Rodrigo que se decidió a crear su propio señorío. Con la ayuda de la taifa de Zaragoza, su enorme talento militar y una buena nutrida tropa de mercenarios, el Cid se convirtió en el señor del este de la Península Ibérica, conquistando ciudades y sometiendo a tributos a taifas tan importantes como Lérida, Valencia, Denia o Albarracín.

Volvió a derrotar al conde de Barcelona, pero su gran logro fue la conquista de Valencia. En 1092 Al-Qadir fue depuesto por una insurrección interna y asesinado. Un cadí, apodado Abeniaf por los cristianos, fue el protagonista de estos hechos, animado por los almorávides. Rodrigo no podía permitirlo, dado que Al-Qadir le pagaba parias para su protección, por lo que atacó Valencia, conquistó la ciudad y ordenó quemar vivo a Abeniaf.

De esta forma, el Cid Campeador, apelativo que proviene de «sidi», «señor» en árabe, y «campeador» o «campidoctor», experto en el «campo» de batalla, alcanzó su cénit. Desde Valencia se enfrentó a todos. A los almorávides, a los que derrotó en dos ocasiones; a la taifa de Lérida y nuevamente al conde de Barcelona, derrotándolos también, e incluso a Alfonso VI, llegando a realizar incursiones de saqueo en tierras de la Rioja y haciendo huir al conde García Ordóñez, uno de los hombres de máxima confianza del rey.

Sin embargo, en 1097 Rodrigo fue perdonado por el rey que solicitó su ayuda para enfrentarse a un ejército almorávide que se dirigía hacia Toledo. El Cid se acogió al perdón real y envió tropas comandadas por su joven hijo, Diego, que contaba con poco más de veinte años de edad. La batalla tuvo lugar en Consuegra (Toledo), finalizando con una severa derrota cristiana y lo que más dolió a Rodrigo, la muerte de su único hijo varón.

Dos años después, en 1099, este brillante mercenario, héroe y caballero oportunista, falleció en Valencia donde, de facto, actuó como un auténtico rey. Pero antes de morir, dejó muy bien situadas a sus dos hijas. Cristina contrajo matrimonio con Ramiro Sánchez de Pamplona y fue madre del rey García IV de Navarra «el Restaurador». María, la hija menor, se casó con el conde de Barcelona Ramón Berenguer III. La alta alcurnia de ambos maridos nos muestra claramente el altísimo nivel social y prestigio que alcanzó en vida Rodrigo Díaz de Vivar.

Respecto al episodio del Cantar de Mio Cid en el que sus hijas, aquí equivocadamente llamadas Elvira y Sol, son ultrajadas por los infantes de Carrión en el robledal de Corpes, debemos apuntar que no hay ninguna evidencia de que esto ocurriera, por lo que debemos atribuir estos hechos a la imaginación del poeta.

Jimena heredó los señoríos de su marido e intentó mantenerse en Valencia como señora y soberana. Sin embargo, esta orgullosa, valiente y poco reconocida mujer, tuvo finalmente que transigir ante la potencia y terquedad de los almorávides, así como por la ineficaz ayuda que recibió de Alfonso VI o de su yerno el conde de Barcelona, abandonando la ciudad tres años después de la muerte de Rodrigo.

Este artículo está elaborado a partir de mi libro «Cuatro reinas, una historia de la Alta Edad Media española protagonizada por mujeres». Edit. Círculo Rojo. Almería 2022.

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Luis Orgaz Fernández

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