A TORTAS EN EL FUNERAL DE FELIPE II
A tortas acabaron en el funeral de nada menos que Felipe II. Tan grave fue la situación que tuvieron que suspender el sepelio entre condenas verbales de destierro y excomunión lanzadas entre unos y otros. Este relato no es sino la muestra de la estupidez que provoca eso que en el siglo XVI y XVII llamaban «fantasía» y que no es otra cosa sino soberbia, insolencia, impertinencia de quienes se creían superiores a los demás
El ordenamiento jurídico del Antiguo Régimen en el Imperio Hispánico era muy complejo. Los reinos, señoríos y territorios que lo componían mantenían su independencia legislativa y no era menos caótico y complicado el panorama legal y normativo dentro de cada uno de ellos. La justicia civil trabajaba dentro de una compleja maraña de fueros particulares y privilegios de los que gozaban los miembros de las más variadas instituciones. Esto provocaba que, ante un delito, los que gozaban de fuero, que eran muchos, huían de la justicia ordinaria a refugiarse en sus tribunales especiales. El profesor Domínguez Ortiz[i] pone como ejemplo que en una ciudad como Sevilla tenían tribunales y cárceles especiales el Arzobispado, la Santa Hermandad, la Inquisición, la Casa de Contratación, la Fábrica de Tabacos, la Universidad y otros organismos. También gozaban de fuero los miembros del ejército y, por supuesto, las órdenes militares. Respecto a éstas últimas Domínguez Ortiz nos muestra un párrafo literal, bastante explicativo, de sus ordenanzas:
Todas las veces que el caballero de Orden delinquiera, si no es en caso que desautorice a su religión y fama, debe ser amparado del Consejo de las Órdenes con grande demostración y castigado con gran misericordia. La milicia no pena duramente salvo en casos feos.
La impunidad en que se movía un buen número de privilegiados, amparados por su estatus, hoy nos puede parecer escandalosa, pero era una realidad asumida. La arrogancia era una consecuencia lógica de esta diferenciación social, acompañada de una desmedida soberbia que en aquel tiempo se conocía como «fantasía» y provocaba no pocos roces, como el que ocurrió en la catedral de Sevilla el 26 de noviembre de 1598, con motivo de las honras fúnebres por el recién fallecido Felipe II. El funeral había sido preparado con enorme cuidado y grandiosidad hasta el punto de construir un enorme túmulo funerario junto a la catedral, una muestra de lo que se ha denominado arquitectura efímera, de tal magnificencia que motivó los famosos versos de Cervantes:
Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla,
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y nobleza!
Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha
dejado la gloria donde vive eternamente (…).
El problema tuvo su origen en que los inquisidores sumaban a su arrogancia otras prerrogativas, como preferencia para reclamar «la primera suerte» en los abastos de carnes y pescados, quedándose con los mejores productos; la ocupación de lugares principales en actos públicos; las exenciones fiscales, y la inmunidad jurídica de la que gozaban ellos y sus familiares, e incluso sus esclavos, si los tenían.
Esta preferencia de los servidores del Santo Oficio en prácticamente todo, unida a su desmedida soberbia, fue la causante de los enfrentamientos, disparates y necedades que se desencadenaron aquel 26 de noviembre de 1598 entre estos y los miembros de la justicia ordinaria o Audiencia, siempre enfrentados por conflictos de competencias y envidias personales.

El funeral por el rey fallecido se inició con lleno absoluto y presencia de todas las autoridades sevillanas, entre las que se encontraban en lugar preferente y en bancos separados el Cabildo catedralicio, la Audiencia (jueces ordinarios), el Ayuntamiento y el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio. La Audiencia había tenido ciertos roces tanto con el Ayuntamiento como con el Santo Oficio, por lo que las suspicacias estaban a flor de piel y no fue difícil que estallara el conflicto cuando los inquisidores comprobaron que los asientos de los jueces ordinarios estaban cubiertos por unas telas negras, mientras que los suyos estaban desnudos. Entendieron este hecho como una grave afrenta y, parando la misa, exigieron que se retiraran dichas telas, a lo que los jueces se negaron, comenzando un vergonzoso cruce de gestos y palabras muy subidas de tono que terminaron con amenazas de destierro por parte de los jueces contra los miembros del Santo Oficio, y por parte de los inquisidores amenazas de excomunión contra los miembros de la Audiencia. El estupefacto sacerdote que oficiaba quedó paralizado a pesar de que el secretario de la Inquisición le había ordenado que continuase, por lo que también fue excomulgado y finalmente, a la vista de tal violencia incluso física, el cabildo decidió suspender la ceremonia y aplazarla para otro día ante el estupor de todos los presentes. El postrero enfrentamiento del día tuvo lugar en las puertas de la catedral, al negarse todos los implicados a ceder el paso y obstinarse en no salir los últimos, llegando a darse golpes y empujones. Finalmente, no llegó la sangre al rio, en los siguientes días se retiraron las órdenes de destierro y las excomuniones y los ánimos se calmaron, celebrándose el funeral por el rey prudente un mes después y sin adornos ni telas, pero quedando patente la desconfianza, la soberbia y la escasa armonía institucional existente.
Esta situación provocó una característica diferenciadora en España que, a la larga, supuso que la sociedad española sufriera un fuerte retraso respecto a las grandes potencias europeas. En la España de los siglos XVII y XVIII fracasó la burguesía como clase. Ángel García Sanz[ii] explica como la burguesía castellana, pujante hasta finales del siglo XVI, abandonó el interés por las actividades económicas y comerciales y buscó de forma compulsiva integrarse en la aristocracia, entrar a formar parte de los privilegiados, especialmente a partir del reinado de Felipe IV (1621-1665). El siglo XVII que, en otros países europeos, como Inglaterra, fue el siglo de la crisis de la aristocracia, en Castilla fue el siglo de su triunfo. Las causas debemos buscarlas en la difícil coyuntura económica que afectó a Castilla. Estas circunstancias no se dieron en igual medida en Cataluña y Valencia, donde la burguesía mantuvo su ascenso y una mentalidad mercantilista que marcó diferencias con el resto de España. También influyó la difícil y crónica situación económica de la Hacienda Real que compensaba con cuantiosos intereses el dinero que le prestaba la rica aristocracia, que vivía sobradamente con estos réditos y los que le proporcionaban las rentas de la tierra y de su poder señorial.
Así, en expresión de Braudel[iii], se produjo la traición de la burguesía, que se fue alejando de las actividades económicas y pre-capitalistas para fundirse con la nobleza y, de paso, adquirir sus privilegios, su prestigio, su prepotencia y su rechazo a trabajar. La escasa rica burguesía y, en ocasiones, algunos campesinos adinerados, no dudaban en comprar hábitos de órdenes militares que conferían el título de caballero[iv] para ellos mismos o sus hijos, sobornar a funcionarios para conseguir una ejecutoria de hidalguía o hacer grandes donaciones a la Iglesia para que a sus hijos o hijas se les otorgara un grado eclesiástico de alto rango. También se recurrió a las bodas ventajosas en las que estos adinerados personajes entroncaban con la nobleza consiguiendo que sus descendientes heredaran un título.
El parasitismo se impuso y la iniciativa empresarial quedó paralizada. Se creó una aristocracia urbana que en nada tenía que envidiar a la vieja aristocracia rural con la que convivía en perfecta armonía. La hidalguía se convirtió en el objetivo soñado en España de forma tan pertinaz que llegó a convertirse en una obsesión patológica. Mientras en Europa muchos soñaban con ser ricos, aquí se soñaba con ser noble.
En España, obtener dinero dejó de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio para conseguir la hidalguía. Así nos fue…

Luis Orgaz Fernández
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