LOS AUTOS DE FE DE LA INQUISICIÓN. PRECEDENTES DE LAS PROCESIONES MODERNAS

Francisco de Goya (1814-1823)
La Inquisición o Santo Oficio celebraba ostentosos autos y autillos de fe para poner orden doctrinal y para mostrar su inmenso poder. En ellos participaba toda la sociedad, incluidos los más humildes y no hacerlo podía crear sospechas de herejía. Estos autos no han desaparecido del todo, quedan algunas reminiscencias que han convertido a estas fiestas en las fiestas de la fe, precedentes de las procesiones modernas.
La Inquisición, como institución que vigilaba el orden espiritual de la sociedad fue rápidamente aceptada por la población española e interaccionó con ella, desde cierta normalidad, hasta su abolición en el primer cuarto del siglo XIX. Es cierto que su importancia alcanzó el cénit en el siglo XVI y primera mitad del siglo XVII, cayendo posteriormente en una lenta decadencia, pero durante tres siglos aproximadamente el Santo Oficio dirigió buena parte de los pulsos de la católica España.
Para comprender la aceptación e incluso sintonía entre sociedad y Santo Oficio podemos recurrir a dos indicadores. Por una parte, los autos de fe, celebraciones en las que la Inquisición mostraba su poder, incluso podríamos decir que publicitaba su enorme autoridad, ofreciendo un espectáculo teatralizado al que invitaba a participar a toda la sociedad. Y, por otra parte, las hermandades de San Pedro Mártir o familiares de la Inquisición, unas asociaciones de ciudadanos perfectamente concienciados de la sagrada labor de los tribunales de la Inquisición en la que participaban activamente, convirtiéndose en los cómplices perfectos de la labor anti herética desde su vida cotidiana, insertados en el tejido social.
La aceptación de actos tan morbosos como los Autos de Fe queda de manifiesto en la participación festiva de gran parte de la población. Formaban parte de su vida y cuando se celebraban, que era de tarde en tarde, despertaban una gran expectación en la ciudad elegida para llevarlo a cabo.
Para explicar qué es un auto de fe nada mejor que recurrir a algo tan habitual y actual en España como es una procesión del Corpus Christi o una procesión de Semana Santa. Estas manifestaciones de fe religiosa en las calles de España son asumidas en la actualidad con absoluta normalidad y, por muchos, como una simple muestra de las tradiciones y el folclorismo. Sin embargo, son una rememoración de aquellos autos de fe organizados por el Tribunal del Santo Oficio, por la Inquisición. En aquel entonces constituían la pública manifestación de devoción por la Iglesia y sus decisiones, en la que estaban obligados a participar todos los ciudadanos. No hacerlo podía suponer una sospecha de herejía en la que pocos estaban dispuestos a incurrir. Hoy forman parte de una tradición, pero en esencia son lo mismo: desfiles que muestran la adhesión de la sociedad a la Iglesia.
La celebración de la Semana Santa pasa por ser uno de los actos de masas más célebre y extendido. Se trata de la exhibición pública y cargada de emotividad de imágenes religiosas, pero también la manifestación por parte de muchos cristianos de su fe y sumisión a la Iglesia. En estas procesiones se aprecian dos rasgos que han pervivido y tienen su origen en los autos de fe de la Inquisición que aquí vamos a analizar: por una parte, el portar un cirio en la mano, y por otra y sobre todo el uso del «capirote» puntiagudo sobre la cabeza de los penitentes que participan en las procesiones y que tiene su origen en la «coroza», gorro también puntiagudo, que llevaban los condenados que escuchaban sus sentencias en los autos de fe. El actual penitente de Semana Santa no hace sino emular a los penitentes condenados por la Inquisición con una de las prendas más representativas que se veían obligados a «lucir». Intentan humillarse y pedir perdón, a su manera, como obligatoriamente lo hacían la mayoría de los que protagonizaban, para su desgracia, aquellos magnos acontecimientos.
Pero si queremos observar actualmente la manifestación pública de adhesión de toda una ciudad a la Iglesia Católica, nada mejor que contemplar y analizar con detalle una procesión del Corpus Christi y muy particularmente la que anualmente se sigue celebrando en Toledo. En este acto religioso es donde mejor podemos apreciar la devoción y fidelidad a la ortodoxia católica de una localidad, rigurosamente compartimentada en estamentos, profesiones y grupos sociales. Las procesiones del Corpus Christi, como manifestaciones masivas de fe y obediencia, surgieron con fuerza y salieron a la calle cuando la herejía luterana se extendía y se hacía preciso manifestar firmemente la oposición contra ella, y se estructuraron como las procesiones de los autos de fe.
La liturgia del Corpus Christi está perfectamente planificada. El día anterior a la procesión del Corpus las calles de Toledo ven desfilar a los cabezudos, representantes de los pecados, precedidos de la Tarasca, una especie de dragón que lleva sobre sus lomos una muñeca popularmente conocida como Ana Bolena. La Tarasca representa al monstruo de la herejía y la muñeca culpa a la mujer, y a sus perversas artes seductoras heredadas de Eva, de haber provocado en el hombre las decisiones heréticas que desembocaron en los cismas del siglo XVI (bastante misógino). Esta víspera de Corpus viene marcada, por tanto, por la presencia del pecado en las calles.
Sin embargo, al día siguiente, la ciudad surge de sus casas y se reúne en la Catedral para manifestar la prevalencia del cristianismo y expulsar al pecado y a la herejía de sus calles. Con un orden perfecto y bien estudiado desfilan representantes de oficios, congregaciones, cofradías, colegios, universidad, órdenes caballerescas, militares, Ayuntamiento, Diputación, Comunidad Autónoma y por supuesto, la Iglesia. Todos custodian la hostia consagrada que se convierte, dentro de una impresionante custodia de oro y plata, en el centro de esta manifestación de fe y antídoto contra el pecado, contra la herejía. Y todo ello en un ambiente de fiesta, de celebración de la mayor importancia, con las calles adornadas y con sus vecinos paseando y dejándose ver con la festiva alegría del que se encuentra convencido de que hace lo correcto y se encuentra en el lado de los que poseen la razón.
Participar en procesiones de Semana Santa o del Corpus Christi es hoy absolutamente voluntario y, desde luego, está revestido de ese folclorismo al que antes nos referíamos y de un postureo social que raya con la hipocresía. Pero hace cuatro siglos era moralmente obligatorio participar, so pena de levantar sospechas y, lejos del folclorismo, constituía el reflejo real del sentir mayoritario de un pueblo.
Con un objetivo distinto, pero paralelamente y con la misma finalidad de demostrar la adhesión ciega a la Iglesia, los ciudadanos de los siglos XVI, XVII y, en menor medida, XVIII, salían también a las calles a celebrar los autos de fe de la Inquisición. En la misma línea que las procesiones del Corpus o de Semana Santa y con un sentido similar, estos ciudadanos tenían la oportunidad de mostrar su fidelidad a la ortodoxia católica. Acompañaban, jaleaban e incluso desfilaban y participaban en la exhibición de los condenados y la lectura pública de sus pecados y condenas y, por último, en sus castigos y muy especialmente en la ejecución de algunos de ellos en la hoguera.
Estas celebraciones, al igual que las procesiones, se convirtieron en grandes y espléndidas manifestaciones de fe, en fiestas comunitarias, en actos populares en los que los ciudadanos participaban y compartían la justicia de la Iglesia. En los autos de fe la Inquisición se convertía en el oficiante, los poderosos en garantes, los condenados en víctimas y el pueblo en espectador activo que jaleaba y aplaudía e incluso contribuía, como vemos más adelante, a la ejecución de los relajados.
Por tanto, el auto de fe, tal y como se concibe y tal y como se desarrolla, va mucho más allá que un acto simplemente jurídico–religioso. El auto de fe constituye, además, la manifestación de la adhesión de un pueblo y, más concretamente de una ciudad, a la fe católica. Se trata, por tanto, de un acto social de gran envergadura que requiere un boato muy especial que propicie el lucimiento de todos aquellos que participan en mayor o menor medida en función de su posición en la sociedad. La celebración de autos de fe será el objetivo de toda ciudad que se precie como importante. La preparación no reparara en gastos y se intentara que lo presidan las autoridades más destacadas, especialmente los monarcas. No olvidemos tampoco lo necesitada que estaban las ciudades de actos públicos llenos de lujo y magnificencia, en los que participaban y se lucían los más importantes personajes de la época y tanto la Corona, como los nobles y la Iglesia exhibían su inmenso poder. Asimismo, estas celebraciones atraían al público con el consiguiente beneficio comercial, un público que aprovechaba para descargar su agresividad sobre los condenados.
Consuelo Maqueda Abreu[i] describe perfectamente como el auto de fe evolucionó hasta convertirse en una grandiosa escenografía en la que, simbióticamente, Iglesia y Monarquía trataban de mostrar su inmenso poder y deslumbrar para mantener sometido a su pueblo:
Notamos como a medida que transcurre el siglo XVI y, con mayor claridad, durante el siglo XVII, los Autos van adquiriendo una enorme riqueza ornamental, convirtiéndose en actos impresionantes, reflejos de la sociedad barroca, con su concepción teatral del ámbito religioso, su desbordamiento de la escena y su escenografía suntuosa; actos donde el poder tiene que demostrar su grandeza, en parte perdida, donde la concepción del hombre va transformando su posición privilegiada en el Universo y donde se configuran los valores conservadores que comparen la mentalidad suntuaria del español.
No obstante, debo insistir en que la función propagandística no es más que una parte del auto de fe. Junto a esta función encontramos otras dos. Por una parte, la función pastoral que se desarrolla en torno a la abjuración de los reconciliados, abjuración que mostraba a la Iglesia reconduciendo a los descarriados y haciéndoles volver penitencialmente al camino correcto y, por supuesto, siempre «por su propio bien». Y, por último, la función jurídica y ejemplificadora, la aplicación de penas que sirvan de ejemplo ante la herejía, la heterodoxia o determinados pecados de especial gravedad y, por tanto, el control de la Iglesia sobre la dinámica social y religiosa, siempre con la necesaria y simbiótica complicidad del poder político.
Esta necesidad de control llevara a que, en muchas ocasiones y ante la necesidad, urgencia o gravedad o de los hechos, se celebren autos de fe particulares o autillos, de menor entidad y normalmente en iglesias, con un número limitado de condenados y, por supuesto, de espectadores, y sin el boato de los autos de fe generales. Al fin y al cabo, debemos entender que la maquina burocrática del Santo Oficio ni podía, ni debía, dejar de funcionar. Así, como ejemplo, encontramos que en la relación del Auto de fe general celebrado en Madrid el 30 de junio de 1680, en el que fueron condenados 118 penitentes, se añade y describe un auto de fe particular en la iglesia del convento de Santo Domingo el Real, celebrado poco después, el 28 de octubre de 1680, en el que se condenó a otras 15 personas. María Carmen Arias y Eulogio Fernández[ii] indican que hasta finales del siglo XVII casi todos los autos de fe son generales, pero a partir de esas fechas van pasando a ser particulares.
Para comprender en detalle la organización de los autos de fe contamos con las actas de muchos de ellos. Yo he consultado las actas completas e inéditas del auto de fe celebrado en Toledo en el año 1600 que conocemos gracias a los archiveros de la Catedral de esta ciudad[iii]. También he tenido en cuenta datos del auto de fe celebrado en Madrid en el año 1680[iv] y el celebrado en Cuenca en 1590[v].
El auto de fe, que tenía como eje central la lectura pública de las acusaciones, las condenas y las abjuraciones, precisaba de lo que podríamos denominar Los actos previos, que incluyen su preparación, publicitación, montaje de las infraestructuras necesarias y liturgias y solemnidades previas.
Tras su publicitación por las calles de la ciudad durante varios días los actos se iniciaban con una procesión previa, a la que se adherían las fuerzas vivas de la ciudad, seguida de una marcha popular hacia el llamado brasero o quemadero de la Vega para llevar y depositar allí solidariamente la leña purificadora de los pecados de los condenados a la hoguera.
Dicha procesión previa a la lectura pública de las condenas está bien descrita en las actas del auto de fe de Toledo de 1600:
Primeramente, habiéndose publicado el Auto algunos días antes por orden de los Inquisidores de Toledo por las calles más principales de la ciudad, con mucho acompañamiento de familiares y ministros del Santo Oficio el día antes del dicho Auto, a las dos de la tarde salió de las casas de la Inquisición una procesión muy solemne y bien ordenada en que Religiosos de todas las órdenes iban en ordenanza y más de doscientos familiares de la Inquisición con sus cruces y escudos verdes bordados en los pechos y más de treinta comisarios clérigos, y por cabeza de la procesión el fiscal y alguacil del Santo Oficio y otros ministros. Los unos y los otros con achas de cera encendidas, y era el intento y fin de esta procesión acompañar una cruz grande de color verde que por principal insignia de la dicha procesión llevaba un religioso grave de la orden de Santo Domingo junto al cual iban dos clérigos con sus capas de brocado y cetros de plata, y otro por cabecera con otra capa de brocado, y a pocos pasos la música de cantores de la Iglesia Mayor que iban cantando el Miserere y otros versos de la cruz. Y siendo así guiada esta procesión por las calles más principales de la ciudad y por el Alcázar donde sus Majestades la esperaron, llegó a la Plaza de Zocodover donde estaba fabricado un cadalso con los repartimientos para el Tribunal de la Inquisición y para los reos penitentes que habían de oír sus sentencias otro día, y en un lugar preeminente se fijó la cruz quedando a sus lados dos achas que la alumbraron toda la noche y unos religiosos de Santo Domingo que la acompañaron con mucha devoción.
Y hecho esto prosiguieron los familiares y comisarios y ministros de la Inquisición acompañando a otra cruz blanca que llevaron fuera de la ciudad al campo que llaman La Vega, a ponerla en el Brasero, que así llaman a un edificio que está hecho para solo los condenados a muerte de fuego, y por principio y guía de esta procesión y la arriba referida iba una soldadesca muy lucida con su bandera y atambores y mucha gente vulgar la cual se encarga en tales ocasiones de servir y acompañar al Santo Oficio y traer como traían consigo puesta en hombros una gran zarza y otros ramos que habían de servir de leña para ser ajusticiados otro día los que por los inquisidores se relajaron a la Justicia y al brazo seglar.
Se trataba, como hemos podido leer, de una auténtica procesión de todas las fuerzas vivas de la ciudad, acompañadas del populacho que se unía a la «justicia» del Santo Oficio y participaba en la medida de sus posibilidades, pero sobre todo con su presencia.
La cruz verde, enseña del Santo Oficio, se colocaba en el tablado construido para celebrar el auto de fe, en el que se leían las sentencias y junto a un altar, como símbolo de la esperanza en el arrepentimiento de los condenados. La cruz blanca se colocaba en el quemadero o brasero, para dar a entender el rigor del castigo, evitando el color rojo para apelar en última instancia al arrepentimiento de los que allí debían morir.
En el relato del auto de fe celebrado en Madrid en 1680 se incide especialmente en la guardia que garantizaba el orden de la celebración y a la que denomina soldados de la fe, los cuales desfilan por las calles de forma ostentosa y brillante, disparando salvas y batiendo la bandera, e incluso aportando leña para el brasero de los condenados. En un acto revestido de especial solemnidad, el oficial de esta tropa visita al rey para que este personalmente le entregue unas ramas para la hoguera, quedando bien patente que Su Majestad es partícipe de la justicia divina. La participación del ejército sigue siendo fundamental actualmente en actos como el Corpus de Toledo.
Una vez realizados los actos previos, el día señalado se realizaba el acto central, la conducción de los procesados (y condenados) al tablado en solemne procesión, donde aguardaban las autoridades y el populacho. Allí se leerían, una por una, las sentencias.
Aqui podemos ver el diseño del tablado que fue construido en la Plaza de Zocodover por el Ayuntamiento de Toledo para el auto de fe celebrado en 1691[vi].

Una vez habían ocupado los reyes sus lugares de privilegio comenzaba el desfile de autoridades, participantes, todos vestidos de gran gala y con mucho orden. Pero en este desfile eran los protagonistas, por supuesto, los penitentes.
Estando sus Majestades asentados por este orden comenzó a entrar por la plaza la procesión de los penitentes entrando delante veinticuatro familiares a caballo con alguaciles y sus insignias y en la delantera de dicha procesión iba la clerecía de la parroquia de la Inquisición con su Cruz, la cual llevaban cubierta con un velo negro en sentimiento de la excomunión de que iban ligados los que habían hereticado y apostatado de nuestra Fe. Tras la dicha cruz se seguían los penitentes cada cual con la insignia competente a su delito y error y en medio de dos familiares de la Inquisición y por remate de todos el Alguacil Mayor de la dicha Inquisición, los unos y los otros a pie, luego fue procediendo el acompañamiento de los inquisidores y del Reverendísimo Cardenal Inquisidor General, con el hábito pontifical, llevando la delantera a mucho número de señores y caballeros mezclados sin ordenanza y todos a caballo y tras ellos el estandarte de la Inquisición que llevaba el susodicho fiscal el cual era de damasco carmesí guarnecido y bordado de oro, y de la una parte las armas de su Majestad sobrepuestas y de la otra las de la Inquisición y del Reverendísimo Cardenal Inquisidor General. Tras el estandarte se seguían los inquisidores cada cual en medio de un regidor de Toledo y de un canónigo o dignidad de la Santa Iglesia de Toledo. Y por retaguardia el Marqués de Malpica con doce alabarderos y guarneciendo todo este acompañamiento la guardia de su Majestad que iba abriendo paso por la muchedumbre de la gente que había en la plaza.
Los penitentes iban agrupados en función de la condena y se diferenciaban unos de otros por la indumentaria que portaban.
En primer lugar figuraban las estatuas de aquellos que habían muerto durante su larga estancia en la cárcel o, por el contrario, huyeron y se encontraban fugitivos de la justicia. Eran portadas por familiares de la Inquisición. Estas estatuas iban recubiertas por un sambenito con el nombre escrito de la persona a la que representaba, y llevaban en la cabeza una coroza o capirote decorado con llamas en el caso de haber sido condenados a la hoguera. Junto a las estatuas y siempre que fuera posible se portaban en arcas o ataúdes los restos mortales de los condenados fallecidos, restos que por supuesto eran arrojados al fuego con las efigies.
A continuación, desfilaban los penitenciados sobre los que había dudas de su culpabilidad dado que, aunque existían bastantes indicios para considerarles culpables, el tribunal no había encontrado pruebas absolutamente concluyentes. Bastaba la declaración en su contra de dos testigos suficientemente acreditados. Estos acusados se negaban a reconocer su infracción, pero a pesar de todo debían realizar una abjuración o, de lo contrario, podían ser condenados por negativos a penas mucho más duras, incluida la relajación. Esta abjuración pública a la que estaban obligados de unos errores no demostrados no les evitaba sufrir castigos proporcionales a su hipotética culpa que, en algunos casos, podía llevar a penas de prisión, galeras, destierro o azotes aunque, en ocasiones, solamente suponía una multa, la amonestación y vergüenza pública o una estancia en algún convento donde se debían reeducar. Es evidente que, a diferencia de las garantías procesales actuales, la Inquisición condenaba simplemente por la sospecha de haber cometido un delito, un hecho que hoy consideraríamos una aberración jurídica. Estos condenados eran vigilados por el Santo Oficio y en el caso de recaer en sus errores se les consideraba relapsos y eran condenados a la última pena. Su atuendo era para todo el sambenito, la coroza puntiaguda en la cabeza, una vela amarilla apagada en las manos y, en el caso de los que iban a ser flagelados, una soga en la garganta con tantos nudos como cientos de azotes indicaba su sentencia.
Los anteriores eran seguidos por los reconciliados que habían reconocido sus pecados plenamente. Eran habitualmente luteranos, judaizantes o moriscos que, ante el temor al fuego, reconocían ser culpables de herejía. Para estar en este grupo era imprescindible no haber sido condenados anteriormente, es decir, no ser reincidentes. Debían realizar una abjuración en forma y sufrían condenas más duras, pero habitualmente evitaban ser relajados a la hoguera. Al igual que el grupo anterior, en el caso de reincidir también serían considerados relapsos. Su atuendo era muy similar al antes citado, pero siempre iban revestidos por el sambenito con la cruz completa y, en numerosas ocasiones, su nombre escrito.
En último lugar desfilaban los relajados al brazo seglar que debían sufrir la muerte en la hoguera y, para describirlos, prefiero acudir literalmente a lo que nos dicen las actas del auto de fe celebrado en Madrid en 1680:
Inmediatamente salieron veinte y un reos condenados a relajar, todos con la coroza y capotillos de llamas con su nombre, y los pertinaces con dragones entre las llamas, y doce de ellos con mordazas y atadas las manos. Iban todos acompañados de religiosos que los exhortaban, confortando a unos y reduciendo a otros.

Francisco Rizi (1683)
Los relajados eran los relapsos, aquellos que fueron en su día condenados a otras penas y habían reincidido. También se encontraban en este grupo los que de forma reiterada se negaban a reconocer su conducta herética y a abjurar en forma alguna. En ocasiones se incluía también a reconciliados de los que se sospechaba que su arrepentimiento era fingido o que habían cometido delitos tan sumamente graves que para ellos no cabía otra condena que la hoguera. A todos ellos se les escuchaba antes de ser ejecutados y si mostraban arrepentimiento en la última hora se les concedía la gracia de ser estrangulados previamente a la incineración de su cuerpo, evitando el tormento de ser quemados vivos.
Los condenados que habían mostrado signos de rebeldía o se habían afirmado con especial pertinacia en sus creencias heréticas eran conducidos maniatados y amordazados, para evitar escándalos y que propagaran «sus errores».
Una vez llegaban al cadalso tras abrirse paso penosamente entre la multitud, los condenados debían esperar pacientemente a ser llamados para escuchar su causa y su condena:
Llegaron al cadalso donde los penitentes ya tenían su asiento en unas gradas de forma que de sus Majestades eran bien vistos y tenían de frente el Tribunal de la Inquisición (…).
A partir de ese momento se iniciaba con gran solemnidad la ceremonia central del auto de fe, con el juramento de fidelidad a la Iglesia Católica y de perseguir a los apostatas y herejes aplicándoles los castigos merecidos sin distinguir clase o condición social. Se tomaba juramento al rey y seguidamente a la Justicia y a la ciudad en la que se celebraba el auto de fe. Seguía una misa solemne y, tras ella, un sesudo sermón en los que el tema central era reprender a los penitentes su vida pasada y solicitar de ellos el sincero arrepentimiento para así salvar sus almas.
Una vez finalizado el sermón se leían los nombres de los acusados que hubieran sido absueltos, no solían ser muchos, pero sin mencionar los cargos que habían pesado sobre ellos. A continuación, se procedía a la lectura de las acusaciones y condenas, llamando uno por uno a los reos que debían escucharlas sin posibilidad de réplica y ocupando un lugar destacado para ser observados por el máximo de asistentes. Estas condenas ya se les habían comunicado la noche anterior, dando a los no arrepentidos la posibilidad de pedir perdón e incluso clemencia. Como nota anecdótica encontramos digno de referir que en las actas del auto de fe de Madrid de 1680 se reseña que en las comunicaciones de sentencia de muerte en la víspera del auto de fe:
El tribunal, atendiendo al desvelo y congoja de los sentenciados y a la fatiga y trabajo de los religiosos que les asistían, había hecho gran prevención de bizcochos y chocolate, dulces y bebidas para aliento y socorro de quien lo necesitase…. (¡Todo un detalle…!)
En este auto de fe de Madrid de 1680 se recoge que, tras la comunicación de sentencias, se produjo el arrepentimiento súbito de dos condenados a la hoguera. Ambos, un hombre y una mujer, pidieron audiencia y clemencia, lo cual se les concedió tras dialogar con ellos varios miembros del Consejo de la Suprema, siendo conducidos inmediatamente a las cárceles secretas de la Inquisición para valorar nuevamente su caso y sentencia.
Para evitar que la ejecución de las sentencias de muerte en la hoguera se demorara en exceso y sobreviniera la noche, dichas sentencias se leían en primer lugar, tras las cuales se conducía a los reos relajados al brazo seglar o justicia municipal al brasero. La entrega de estos condenados se hacía de forma solemne por el secretario del Consejo de la Suprema quien acompañaba al cortejo y asistía a todas las ejecuciones para dar fe de que se habían llevado a cabo.
El quemadero brasero se encontraba extramuros y, en el caso de Toledo, puede verse ubicado en un cuadro de El Greco. Hoy este lugar está ocupado por un restaurante y prácticamente pegado a las ruinas del antiguo Circo Romano. Se identifica popularmente con el nombre del restaurante, pero hasta la generación de mis padres era conocido por su viejo nombre: «el brasero». Podemos apreciarlo en dicho cuadro de El Greco que reproducimos a continuación:

También tenemos clara la ubicación del quemadero o brasero de Madrid que viene detallada en las actas del auto de fe celebrado en esta ciudad en 1680 y que nos sirve de referencia. Estimo que su localización coincidiría con el punto que dibujo en la parte superior del plano y que a los conocedores de Madrid rápidamente les dará una idea de su ubicación. Muy cerca de la calle Alberto Aguilera.

Habiéndose colocado la cruz verde pasó la congregación de San Pedro con la cruz blanca por el camino más breve a la plazuela de Santo Domingo, calle y puerta de Fuencarral hasta el brasero, que estaba a la mano izquierda inmediato en el camino derecho a Fuencarral, distante a trescientos pasos de la puerta (…). Los delincuentes que habían sido condenados a ser quemados fueron entregados al brazo secular, y, siendo montados sobre asnos, fueron sacados por la puerta llamada Fuencarral, y cerca de este lugar fueron todos ejecutados
A veces se producían hechos que mostraban la violencia de los espectadores contra los pobres desgraciados condenados a morir. Lo que se narra a continuación sucedió en el auto de fe celebrado en Cuenca en 1590 poco antes de ser ejecutados los condenados [vii]:
Llegados al palo Francisco de Mora y Beatriz de Mora, su hija, sucedió que tirándoles palos y piedras y dándole una en la cabeza saltaron los sesos y de ellos muchos a un labrador en el cuello y viendo los sesos del judío no pudiéndolo sufrir, echo mano al cuello y no paró hasta que arrancó el pedazo y lo arrojó. Sucedió también que a un labrador le cayó sangre en el capote y preguntando del compañero que era aquello, respondió: sangre del judío, y este dijo: sangre del judío conmigo eso no juro a Dios y diciendo y haciendo quitarse el capote lo arrojó al fuego (…).
Mientras se procedía a la quema de los relajados, en el cadalso de la plaza se continuaba con la lectura de las penas del resto de los condenados y, al concluirla, se procedía al solemne acto de abjuración en el que uno por uno y arrodillados ante el altar y la cruz verde, todos ellos se retractaban solemnemente de sus pecados, mostraban arrepentimiento, se comprometían a no reincidir y a colaborar con el Santo Oficio en la persecución de la herejía.
Tras las abjuraciones, el Inquisidor General preguntaba en voz alta a todos los penitentes los artículos de fe de la Iglesia a los que a coro debían responder con un «sí, creo» y, tras esto, les absolvía colectivamente de sus pecados. Por último, el secretario leía una declaración formal de abjuración que los penitentes repetían con él, se volvía a cantar el miserere mientras unos capellanes golpeaban con unas varillas las espaldas de los que habían abjurado y el Inquisidor General llevaba a cabo las últimas oraciones y se oficiaba una misa.
Al finalizar la misa se daba por terminado el acto con el traslado de las cruces a sus parroquias y el desfile de los penitentes, ya arrepentidos y absueltos de sus pecados quienes se dirigían, debidamente escoltados, nuevamente a las cárceles de la Inquisición. El narrador del auto de fe de Madrid de 1680 nos detalla que, al llegar, «la misericordia del tribunal les tenía prevenidos refrescos y abundante cena para alivio del cansancio de aquel día». Es importante apuntar que el arrepentimiento y absolución no les libraban de las penas a las que habían sido condenados que podían variar desde una estancia temporal en un monasterio, un período limitado de cárcel o el destierro, hasta azotes en público, remar en las galeras de su majestad, prisión perpetua y llevar el sambenito de por vida, entre otras.
Este artículo está elaborado a partir de mi libro «La Inquisición. Verdades, mentiras, tópicos y complejos»

Luis Orgaz Fernández
REFERENCIAS
[iv] Auto de Fe celebrado en Madrid en 1680. Imprenta de Cano. Madrid, 1820. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Cervantes Virtual. https://www.cervantesvirtual.com/obra/relacion-historica-del-auto-general-de-fe-que-se-celebro-en-madrid-esto-ano-de-1680-con-asistencia-del-rey-n-s-carlos-ii-fiel-y-literalmente-reimpresa-de-la-que-se-publico-1060182/
SI TE GUSTA, ¡COMPÁRTELO!
LIBROS PUBLICADOS POR LUIS ORGAZ FERNÁNDEZ


