LA VIDA DIARIA DE LOS ESPAÑOLES EN EL SIGLO XVIII

La vida no es fácil, ni ahora, ni antes, pero el estado del bienestar al que aspiran las sociedades modernas dista mucho de las pésimas condiciones que se vivían en los finales del siglo XVII y en el siglo XVIII. La vida diaria de muchos españoles del siglo XVIII era tan difícil como diferente de la nuestra.

En torno al año 1700 heredó la corona de las Españas con el nombre de Felipe V, un borbón francés que no hablaba una palabra de castellano, catalán, bable o gallego. Un jovencito poco experimentado, con tendencia a la melancolía a quien le tocó en la lotería de la Historia un inmenso imperio en eterna crisis. La culpa fue de su abuelo, Luis XIV «el rey Sol», un hombre con personalidad narcisista que no estaba dispuesto a perder un bocado tan sabroso aún a costa de soltarle a su nieto semejante (hoy diríamos) marrón.

Y aquí, en el inmenso imperio patrimonial que le tocó al bueno de Felipe de Anjou, en los reinos de Castilla, León, Aragón, Toledo, Granada, las dos Sicilias, condado de Barcelona, señorío de Vizcaya, etc., etc. los apenas ocho millones de ciudadanos que vivían en lo que hoy es España le miraron con interés. Después de reyes como Felipe IV, un incompetente adicto al sexo que concibió entre veinte y cuarenta hijos ilegítimos (no se ponen de acuerdo los autores en la cifra exacta, algunos la elevan a sesenta) y un pobre enfermo que daba lástima, como fue Carlos II, recibir a un joven bien parecido, apuesto y con fama de austero no fue mal visto. Además, venía de la Corte más poderosa de Europa, la de Versalles, con consejeros designados por el propio rey de Francia, lo que daba esperanzas de que, por fin, el gobierno de tantos reinos y señoríos mejoraría.

Todo eran buenas expectativas entre un pueblo llano que no vivía, precisamente, demasiado bien, ni contaba con demasiada estabilidad en una vida cotidiana que se presentaba difícil para la mayoría.  Margarita Ortega López, que recoge datos de primera mano sobre la vida de humildes trabajadores madrileños del siglo XVIII a partir de la documentación recogida en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte del Consejo de Castilla[i], colige que el trabajo en las ciudades era un bien tan preciado como variable. La improvisación, la intermitencia y la inseguridad eran las notas más relevantes de la vida laboral de un ciudadano común que no disfrutara de un puesto de funcionario o de una posición acomodada. Las mujeres no estaban excluidas de las tareas laborales, la necesidad de ganar dinero y, por otra parte, la abundancia de mujeres solteras, abandonadas por sus maridos o viudas, dada la alta mortalidad existente, las obligaba a trabajar como verduleras, tablajeras[ii], meloneras, pescaderas, mondongueras, chocolateras, vendedoras de refrescos, regatonas[iii], posaderas, nodrizas, bordadoras… etc.

La vida de los más humildes era muy precaria, como se deduce del testimonio de un inmigrante que a principios del siglo XVIII llega a Madrid y cuenta:

Cogí media cama en alquiler en la calle de la Palma, compré un candelabro de barro y una vela de sebo que me duró más de seis meses porque me acostaba a oscuras; un puchero de Alcorcón y un cántaro que llenaba de agua en la fuente más vecina; un par de cuencas que las rebañaba con tal delectación que jamás fue necesario lavarlas, las demás diligencias las hacía a pulso y en el primer rincón donde me agarraba la necesidad…



El Museo Universal. Madrid, 15 de enero de 1859. Núm.2. Año III. Pág. 5.
Biblioteca Nacional de España. Biblioteca Digital Hispánica. Hemeroteca Digital.  

Esta casa, sin lugar a dudas, debía ser oscura ya que los más humildes carecían de dinero para montar vidrios en las ventanas y, en consecuencia, éstas eran pequeñas, cubiertas las pocas que había por papel aceitado para hacerlo traslúcido. La luz y la protección contra el frío hasta bien entrado el siglo XVIII fue patrimonio exclusivo de los acomodados.

Estas eran las condiciones en que vivía el común: trabajadores manuales, mesoneros, oficiales y aprendices de talleres, comerciantes, soldados, servidumbre, ganapanes. Y, por último, en el fondo de la pirámide social, locos, mendigos, prostitutas, y rufianes.

Los locos debían encontrarse bajo custodia de sus familiares, pero cuando esto no era posible eran internados en hospitales gestionados por el municipio o por la Iglesia, en los que malvivían. En cuanto a los mendigos, su número es difícil de precisar, pero debió ser abundante y las leyes autorizaban a que fueran obligados a trabajar en obras públicas y, en ocasiones, ser alistados en el ejército o en la marina real.

El control sobre la gente de malvivir, particularmente mendigos, rufianes y proxenetas que explotaban mujeres al margen de las mancebías autorizadas, era constante. Una prueba de ello son las constantes referencias que encontramos en los archivos municipales a su control o expulsión, como podemos leer en el contenido de los siguientes pregones de la ciudad de Toledo[iv]:

Mandan los dichos sennores que todos los estrangeros e personas que son venidas a esta cibdad de poco aca e no tienen sennores ni oficios ni viben dellos que de oy en segundo dia salgan desta cibdad so pena de muerte e que ningun mesonero ni mesonera no los resciba e lo vengan a decir a la justicia so pena de perder sus bienes, la mitad para la cámara del rey e la otra mitad para el reparo de los murso desta dicha cibdad.

La inseguridad y las riñas eran constantes, como se manifiesta en las numerosas veces que se restringe e incluso se prohíbe llevar armas, especialmente a partir de la puesta del sol. También se perseguía duramente el juego de los dados, por las riñas que provocaba. Las calles, sin duda, eran muy inseguras por la noche ante la oscuridad y ausencia de alumbrado público, por lo que el Ayuntamiento de Toledo llegó a ordenar que de noche debía andarse con linterna[v]:

Que ninguna persona sea osado de andar de noche después de la tanida de campana a pie salvo trayendo lenterna o candela, so pena de que pierda lo que trahe e lo lleven preso a la cárcel para que del se faga justicia.

La prostitución no solo estaba consentida, sino perfectamente asumida y reglamentada. Las ordenanzas municipales dedicaban un espacio a su organización y control. En las Ordenanzas para el buen gobierno de la ciudad de Toledo[vi] se especificaba que las casas de mancebía debían ser regidas por el llamado padre de la mancebía, que se responsabilizaba de la aplicación de la normativa vigente y al que se vigilaba para que no cometiera abusos en el ejercicio de su puesto, especialmente de tipo económico. A tal efecto, el Ayuntamiento enviaba a cada mancebía una inspección cada cuatro meses. A las prostitutas embarazadas se las protegía y todas, en general, debían pasar una revisión médica mensual, siendo atendidas las enfermas en los hospitales de la ciudad. Esta medida no solo debemos entenderla como un acto de misericordia, sino también como control de enfermedades venéreas y contagiosas. Se les garantizaba, por otra parte, dejar su profesión libremente cuando quisieran y ser acogidas en casas gestionadas por religiosas que procuraban su supervivencia y reinserción, estas casas eran conocidas como casas de arrepentidas o de recogidas.  Las prostitutas, no obstante, eran discriminadas y señaladas, al estar obligadas a vestir, en el caso de Toledo, mantillas amarillas y cortas, prohibiéndolas ataviarse con mantos, sombreros, guantes y pantuflos. Es muy conocido que en ciudades como Salamanca se las distinguía por llevar mantillas de color pardo acabadas en puntas, de lo que vino la célebre frase «ir de picos pardos» como sinónimo de ir de fiesta o juerga.

Entre las ordenanzas es también de destacar la que intentaba evitar desórdenes en las mancebías, provocados en muchas ocasiones por maridos o padres celosos de su honra, o por el color de piel, debido a que las mulatas eran muy requeridas por los clientes y estos disputaban por ellas, a veces violentamente:

Porque se ha visto por experiencia que de averse recebido y recebirse en la mancebía mugeres casadas, o que tengan a sus padres en esta ciudad, y mulatas, se han seguido y pueden seguir grandes inconvenientes, escándalos, muertes y heridas. Ordenamos y mandamos que de aquí en adelante no reciban en la dicha mancebía a las dichas mugeres casadas, ni que tengan sus padres en la tierra, ni mulatas, ni el padre las pueda recebir para que ganen, ni para que a él le sirvan en las dichas mancebías.

Y, por último y a este respecto, un breve apunte sobre el respeto piadoso a las tradiciones religiosas y la debida abstinencia en tiempos de Cuaresma: la obligación de cerrar la mancebía en Semana Santa, permaneciendo ociosas las prostitutas bajo pena de azotes y multa. En Salamanca eran más estrictos y precavidos, ya que las mantenían al otro lado del rio, fuera de la ciudad, durante este período religioso, constituyendo toda una fiesta su regreso.

Fuera de la pirámide social se encontraban los esclavos que abundaron durante la Reconquista. Se trataba sobre todo de personas de raza negra, moriscos y guanches procedentes de las islas Canarias. Las duras condiciones en que transcurría su vida fueron atenuándose ligeramente con el tiempo. Los esclavos podían ser golpeados o azotados por sus amos, pero solo cuando «lo merecían», sin que se especificara claramente qué consistía exactamente «merecer» ese castigo. Por otra parte, la costumbre fue convirtiendo en ley que el esclavo no podía ser torturado o mutilado, salvo que infringiera la ley, intentara fugarse o agrediera a una persona libre[vii]. Además, se intentaba que vivieran en la fe cristiana y para procurarlo a los esclavos bautizados se les permitía asistir a misa y, tras ella, disfrutar de momentos de ocio y fiesta con otros esclavos. Estas reuniones festivas a veces se desmadraban, como se puede comprobar al leer el siguiente pregón de la ciudad de Toledo sobre los escándalos que provocaban organizando fiestas[viii]:

(…) En esta cibdad muchos de los vecinos della (…) tienen esclavos y esclavas negros los cuales dichos negros todos los días de los domingos e pascuas e fiestas de guardar se salen de casa de sus sennores e se van e juntan unos con otros en algunas casas de algunos de los tales negros que son casados y tienen casa por sí, como en tabernas e mesones e otros lugares. Allí juntos se fasen grandes gastos y convites unos con otros de que muchas veces algunos dellos se envehudan y dan entre sí ocasyon de aver quistiones de unos con otros e que se recresen así entre ellos como entre algunos cristianos quistiones e escandalos.  E a cabsa de lo suso dicho para cumplir los tales gastos se fasen ladrones e rovan en las casas de sus sennores (…). E queriendo remediar cerca dello mandan e hordenan que de oy en adelante ninguna persona vecinos e moradores desta cibdad así mesoneros e mesoneras como taberneros no sean osados de los acoger en sus casas (…).

Sin embargo, el número de esclavos fue decreciendo rápidamente y a finales del siglo XVI no llegaban a 50.000, concentrados sobre todo en Sevilla. En 1766 la cifra disminuyó extraordinariamente, hasta hacerse insignificante en la Península, al comprar la libertad de todos los esclavos musulmanes el sultán de Marruecos. En 1837 se produjo la abolición de la esclavitud en los territorios peninsulares, Canarias y Baleares. Sin embargo, en las colonias americanas su número era muy elevado al ser utilizados como mano de obra en los campos de cultivo, especialmente en Puerto Rico que contaba con más de treinta mil esclavos y, sobre todo, en Cuba donde a mediados del siglo XIX trabajaban en sus campos cuatrocientos mil esclavos. La resistencia de los anti-abolicionistas fue muy dura pero finalmente en 1870 el Congreso de los Diputados aprobó una ley para iniciar la abolición de la esclavitud[ix], que fue definitivamente suprimida en Puerto Rico en 1873 y en Cuba en 1886.

Respecto a los gitanos, mantenían en el siglo XVIII su condición de nómadas y de pueblo independiente, con sus normas y jerarquías. Su llegada comenzó en el siglo XIV y se fueron extendiendo por toda España, despertando, por su forma de vida y divergencia en las costumbres, recelos que han llegado hasta nuestros días. Habitualmente se excluían de la vida social y despertaban desconfianza. La actuación más dura, cruel y contundente que se les aplicó, conocida como La Gran Redada, fue ordenada por el rey Fernando VI en 1749 y hoy podríamos calificarla de crimen contra la humanidad. Básicamente consistió arrestarlos a todos y, posteriormente, separar a los varones mayores de siete años de las mujeres y menores de esa edad. Al primer grupo se le destinó a realizar trabajos forzados en los arsenales de la marina y al segundo a trabajar en manufacturas. El objetivo era exterminar a esta raza evitando que procrearan. El número de detenidos pudo estar en torno a 9.000 de los 12.000 a 15.000 que se calcula vivían en España, aunque estas cifras son difíciles de aseverar. Constituyó un gran fracaso y en 1763 se decretó la puesta en libertad de los que continuaban presos. Carlos III, sucesor de Fernando VI, consideró esta acción como un hecho vergonzoso.

 

Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid.
Francisco Rizi, Museo del Prado 1683

En cuanto a las diversiones de los ciudadanos de a pie, los actos más fastuosos eran los autos de fe de la Inquisición, auténticas celebraciones llenas de desfiles, ceremonias y puesta en escena del poder de la Iglesia para leer sentencias primero, y abrasar después a los condenados a la última pena.  Fernando Martínez Gil afirma que una de las misiones principales de las autoridades municipales era, sin duda, «el solaz del pueblo»[x]. Se trataba, tal y como apunta este autor, de divertir al común para asegurar su quietud, desviar la atención cuando se presentaban tiempos difíciles y de vincular al pueblo con los gobernantes y, particularmente, con la monarquía.

En las fiestas no solía faltar la presencia de lo religioso, sustento y respaldo de los reyes, y el adorno de las calles mediante colgaduras, pinturas, arcos triunfales y arquitectura efímera, así como luminarias y fuegos durante la noche. Además de las procesiones y desfiles, eran populares los juegos de cañas, protagonizados por la nobleza, pero también correr toros o las danzas. La excusa para organizar estos festejos iba desde las conmemoraciones religiosas hasta otras profanas, como la entrada en la ciudad de los reyes o un nuevo arzobispo, la finalización de alguna obra arquitectónica, pública o religiosa de envergadura, hechos de armas victoriosos, bodas reales o remisión de una epidemia.

Respecto a la limpieza de las ciudades, de gran importancia para prevenir las frecuentes epidemias, no parece que fuera la nota dominante. En las Ordenanzas para el buen gobierno de la ciudad de Toledo [xi] se manda que las calles se limpien por los propios vecinos, tal y como era habitual desde el siglo XVI:

Cada sábado en la semana, todos sean tenudos de barrer y limpiar todas las calles y barrios donde moran, cada uno su pertenencia, y las piedras y el estiércol que ansi barrieren y limpiaren (…) que lo echen fuera de la ciudad y en los muradales acostumbrados.

Los alguaciles debían perseguir que está orden se hiciera efectiva y, por supuesto, que no se arrojara basura o excrementos en las calles, para lo que se arbitraban fuertes multas.  Además, tal y como recoge en su tesis doctoral Rafael Gili Ruiz[xii] se prohibía expresamente arrojar a la calle:

 (…) basura, tierra, trapos viejos, ni retazos, vidrios rotos, cascotes, cascos de ollas o tinajas, retazos de papel, esteras o espuertas viejas, estiércol de caballo ni de otro animal, verduras, cáscaras de fruta, ni pluma de aves.

Y, respecto a las «aguas»:

 (…) que nadie sea osado de echar desde las ventanas aguas de ninguna fuente, sino fuere desde la puerta de día, y de noche desde donde pudiere, avisando primero tres veces con la seña de agua va, so pena de seis reales.

Sin embargo, la obligación de realizar la limpieza por parte de los vecinos era a menudo respondida con su indiferencia, por lo que a principios del siglo XVII se comenzó a habilitar un servicio de recogida con cargo a las arcas municipales, iniciándose esta iniciativa en las grandes ciudades, como Madrid. Este primigenio personal de limpieza recogía en carros las inmundicias arrojadas a la calle y los animales muertos y, por otra parte, permitía que los vecinos arrojaran en dichos carros las basuras generadas en el interior de su vivienda y recogidas por ellos mismos en las inmediaciones exteriores a sus puertas.

En 1611 un pintor y orfebre de origen italiano llamado Antonio Ricci, propuso en Madrid, con éxito, mejoras en el sistema de recogida. Diseñó un carro con grandes ruedas y un gran contenedor, provisto de campanillas para que los vecinos estuvieran sobre aviso de su llegada, que iba acompañado de una cuadrilla de operarios con palas, azadones y escobas. Además, determinó que los vecinos debían acumular en el centro de la calle la basura para dejar el resto de la calle limpia y facilitar su recogida. El sistema fue todo un éxito, pero contaba con una pega, obligaba a caminar pegados a las paredes lo cual, para las damas, era un problema, ya que sus largas faldas se llenaban de pulgas y otros parásitos que saltaban a la calle desde los ventanucos a ras de suelo que daban luz a las caballerizas subterráneas de los palacios. Aun así, la higiene mejoró, pero sin demasiada efectividad dado que la desigualdad social se hizo patente y solamente las calles más importantes se limpiaban a diario. Las calles de mediana importancia únicamente los sábados y las menos relevantes una vez al mes. Los humildes, en la práctica, apenas notaron la mejora de la limpieza.

La presencia de animales no hacía sino incrementar el problema de limpieza. Dejando aparte a los caballos y mulos con su reconocida capacidad para ensuciar, así como la abundancia de perros y gatos callejeros, también suponían un gran problema los animales que se criaban en las casas, especialmente los cerdos. El problema se incrementaba cuando algunos vecinos los dejaban vagar por las inmediaciones de sus hogares para que se alimentaran con las inmundicias que fueran encontrando. Por ello se perseguía a los que así actuaban en pregones como este de la ciudad de Toledo[xiii]:

(…) Muchas personas contra las leyes e las ordenanzas desta cibdad tienen puercos en ella e los dexan andar valdyos por esta cibdad (…). Por ende mandan que los tales mesoneros no tengan puercos algunos e que los otros vecinos desta cibdad que los tovieren los tengan atados dentro de sus casas e no los dexen andar fuera (…).

La infracción a esta norma suponía no solo una fuerte multa, sino la muerte del cerdo por los alguaciles que lo encontraran. No obstante, y dado que encontramos bastantes referencias y pregones al respecto, debemos suponer que la norma de prohibir cerdos vagando por las calles se infringía frecuentemente.

La limpieza durante las epidemias se extremaba y se exigía a los vecinos más rigor en la limpieza de su tramo de calle. Esta medida se complementaba con otras como regar las vías públicas con vinagre, enramar las ventanas y encender hogueras con tomillo, cantueso y enebro, con el objetivo de purificar el aire infecto[xiv].

Los más humildes sobrevivían con pocos vestidos y sucios, dada la dificultad para acceder al agua. La mayoría se surtía de líquido elemento en las fuentes públicas, y unos pocos que se lo podían permitir comprándola a los azacanes que vendía el agua a domicilio. Y en cuanto a la comida el pan y el vino eran los alimentos básicos. El pan era asequible y no podía faltar y si esto ocurría se podían producir motines. El vino, normalmente rebajado con agua, constituía una fuente calórica imprescindible para todos los ciudadanos desde corta edad. Al pan y al vino se sumaban legumbres, hortalizas, queso, tocino, fruta y, cuando se podía, carne o pescado. Este último en el caso de ciudades del interior procedente de los ríos o en salazón. El chocolate, preparado a la taza, se consideraba un artículo prescindible y consumido solamente por las clases más pudientes.

Al referirnos a los más pudientes no puedo dejar de reseñar como ejemplo un interesante documento que en su día nos aportó el profesor Fernando Martínez Gil, de la Universidad de Castilla La Mancha. Se trata de una simple nota manuscrita encontrada por azar entre las páginas de un viejo libro. Esta breve, pero interesante anotación, fue realizada por un matrimonio con objeto de cuantificar, en un sencillo estudio presupuestario, lo que les costaría irse a vivir a Madrid en 1750[xv].

Los autores del documento que adjunto, son con toda probabilidad, una joven pareja que aún no tiene hijos y goza de una situación relativamente acomodada, como nos muestra el hecho de que van a contar con una criada y un mozo.

Del análisis de su contenido lo primero que ha llamado mi atención es el alto porcentaje de gasto que se dedica a la comida, más del 50%. Vemos además la importancia que desde esta situación social se concede a la carne y particularmente al chocolate, dos onzas diarias, y no demasiado caro si lo comparamos con el pan o el vino. El chocolate, que como antes decíamos era prescindible para las clases más modestas, no solo era un comestible que aportaba calorías, sino sobre todo un elemento de prestigio que debía ofrecerse a las visitas para aparentar una buena posición social.

Los garbanzos parecen igualar a ricos y pobres, pero no así las especias, proporcionalmente caras, pero también muestra de prestigio y diferenciación social. Las verduras aparecen y son importantes, pero se echa de menos la fruta, aunque puede estar justificado ya que es una época en la que cuesta mantenerla fresca y siempre ha de ser de temporada. Mención aparte merece el presupuesto destinado a una libra de nieve diaria, lo que confirma que las bebidas se refrescaban hace, al menos, doscientos cincuenta años.

En cuanto a los salarios, son también dignos de mención. Las lavanderas están bien pagadas, probablemente porque son las responsables de que el atuendo sea impecable, algo importante en el ambiente en el que desean desenvolverse. La criada cobra algo menos y el mozo la mitad que ésta, pero recordemos que trabaja a tiempo parcial. Obsérvese que la criada debía comer «poco», ya que tan solo se destinan ocho maravedís diarios a su alimentación.

Por último, prestemos atención a los gastos inexcusables. El alquiler de una «vivienda moderada» supone apenas un 10% de los gastos, lo que nos indica que los alquileres eran más asequibles que en la actualidad. Pero no ocurre lo mismo con el vestuario dado que prevén renovarlo en años alternos, uno para el marido y el siguiente para la mujer (suponemos que en ese orden de prioridad). La ropa blanca (ropa interior, camisas y sábanas) también resulta muy gravoso, más de la mitad del coste del alquiler. Y, para terminar, un sutil detalle que nos indica la situación que ocupa la mujer en ese momento: ama de casa que debe salir poco a la calle y, por supuesto, menos que su marido, algo que se hace evidente al comprobar que éste dispondrá de seis pares de zapatos y ella solamente de cuatro.

Para terminar, quiero evidenciar la existencia de «otros gastos» no presupuestados como tabaco y muebles, pero también los que pudieran sobrevenir, como enfermedad, botica, médico, partos y amas de cría, que quedan al capricho del destino.

Hay un fuerte contraste de clases sociales como se comprueba leyendo entre líneas este documento escrito por un matrimonio «de buena familia» que quiere emigrar, como otros más pobres, para prosperar en la gran ciudad. Pero lo que igualaba a todas las parejas era la obligatoriedad de mantener relaciones dentro de la ortodoxia católica. Las parejas de hecho existían, pero eran pocas, mal vistas e incluso perseguidas. Los matrimonios se celebraban habitualmente por intereses sociales y acordados por los cabezas de familia. No había divorcios, salvo casos excepcionalmente graves, por lo que eran cotidianos el maltrato, el adulterio (por parte del hombre especialmente) y el abandono del hogar.

Como apunta Margarita Ortega López[xvi], la sociedad era plenamente patriarcal, con absoluta preminencia del varón sobre la mujer, y los conflictos matrimoniales se resolvían habitualmente en el ámbito privado, dependiendo la armonía familiar de la obediencia al cabeza de familia. Los jueces solamente intervenían en los casos más graves como abandono, dilapidación de bienes familiares, alcoholismo, protección del buen nombre de la familia, maltrato a la mujer cuando era evidente, probado y prolongado, o adulterio (de la mujer, claro, porque el adulterio del hombre no constituía delito). Mucho más grave era el tratamiento de las violaciones, ya que el agresor era considerado inocente en tanto en cuanto la mujer no aportara pruebas consistentes de que la relación había sido forzada.

Vamos a terminar haciendo mención a algo que igualaba a todos, a ricos y pobres: la muerte.

Fernando Martínez Gil[xvii] realiza una reflexión sobre la percepción de la vida y, sobre todo, de la muerte, en los siglos XVI y XVII. La vida es fugaz y corre incontrolable como un mal tránsito porque se está en constante peligro. Es la inseguridad de la vida en esta época entre el espíritu Barroco y el Neoclásico, la fugacidad de las cosas, el destino inexorable en un contexto de gran incertidumbre.

La muerte, en los siglos XVII y XVIII está muy presente. Hoy, en España, la esperanza de vida es de aproximadamente 83 años y la tasa de mortalidad es, también aproximadamente, de nueve por cada mil habitantes. Sin embargo, en aquellos siglos, en el mejor de los casos y estando libres de un episodio de mortalidad catastrófica que periódicamente sobrevenía, la tasa de mortalidad se situaba en una horquilla entre cuarenta y cincuenta fallecimientos por cada mil habitantes. Respecto a la esperanza de vida y teniendo en consideración la alta mortalidad infantil, no era superior a los cuarenta años en los varones y en torno a treinta y tres en las mujeres. La facilidad para fallecer por una herida mal curada, un resfriado que se complicaba o un parto con dificultades, era muy elevada y provocaba una interacción muy cercana con la muerte.

Por otra parte, la presencia de los fallecidos era cercana, los cementerios se encontraban dentro de las ciudades, y se enterraba en los patios de las iglesias a los más humildes, o en su interior a los más poderosos. Tendremos que esperar a los años finales del siglo XIX para que se tome la medida de salud pública de construir cementerios en el exterior de las ciudades tal y como hoy los conocemos.

La llegada de la muerte se podía afrontar con mayor o menor serenidad, pero siempre desde el contexto cristiano que envolvía férreamente a los españoles. Fernando Martínez Gil explica el concepto de «buena muerte» de la mentalidad de la España de los siglos XVI, XVII y buena parte del XVIII[xviii]. La «buena muerte» aseguraba el Purgatorio y para ella un buen cristiano debía prepararse durante toda la vida. Pero eran cruciales los instantes finales en los que se procuraba:

Componer su conciencia, recibir los sacramentos, restituir lo ajeno, perdonar las injurias, menospreciar todas las cosas del mundo y llorar sus pecados. Habiendo cumplido este período de preparación, el alma llegaría a «puerto seco» celestial, satisfaciendo el «pecho de entrada» con limosnas, misas y buenas obras.

Esta «buena muerte» se contraponía a la «mala muerte» que se caracterizaba por la imprevisión o rapidez que impedía la preparación. La muerte repentina, accidental o violenta, siempre inesperada, era para los ciudadanos de estos siglos un «mal morir» que no aseguraba ni siquiera el acceder al Purgatorio como paso previo para llegar al Paraíso.

Esta es una visión general y desde diversas perspectivas de la sociedad española que encontró un joven Felipe de Anjou que reinará con el apodo de «el Animoso», una ironía si se tiene en cuenta, su carácter ciertamente ciclotímico y con una patológica y creciente tendencia hacia la melancolía, hoy lo llamaríamos depresión. De lo que no nos puede quedar duda es de los muchos ánimos que tenía que tener para afrontar el reto de colocarse una corona tan complicada como la que le había legado su tío-abuelo Carlos II y que su abuelo, Luis XIV, le encasquetó.

Este artículo está extraído de mi libro «Los primeros Borbones en la España de 1700. Entre locos y cuerdos». 

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Luis Orgaz Fernández

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