LA CONSTITUCIÓN DE 1812. EL NACIMIENTO DE LA NACIÓN ESPAÑOLA
En Cádiz, la Constitución de 1812 impuso el liberalismo y permitió el nacimiento de la Nación española, liberando a los españoles del control patrimonial de una familia o dinastía.
“La Nación Española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona… La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente establecer sus leyes fundamentales”
(Constitución de Cádiz de 1812).
Es difícil que la lectura de este párrafo emocione a los españoles del siglo XXI. Es francamente difícil porque hemos asumido como absolutamente normal su contenido y significado. No obstante, cuando nos remontamos a su origen, el 19 de marzo de 1812, debemos pararnos y hacer una reflexión sobre su enorme importancia en la Historia de España. Este sencillo párrafo expresa el contenido de los artículos 2) y 3) de la Constitución de Cádiz y manifiesta un paso transcendental en la consecución de libertades, ya que permite a los españoles dejar atrás su condición de vasallos de reyes caprichosos y pasar a ser ciudadanos de pleno derecho y dueños de su patria.
En 1812 se cerró un largo capítulo, el de una España inexistente políticamente, porque el concepto patrimonial del estado que hasta entonces había imperado no la dejaba emerger. España se escondía detrás de una larga lista de territorios (reinos y señoríos) que se enumeraban como patrimonio de un rey, de una familia, de un linaje. Pero con la Constitución de 1812 aquello se rompió, y los españoles crearon una unidad política de la que ellos, los ciudadanos, eran dueños y responsables.

Centro de Interpretación de la Constitución, Cádiz
Hasta entonces, los reyes se intitulaban poseedores de un inmenso patrimonio sin que la palabra España apareciese por ningún lado. Porque España, políticamente, no existía. Era un símbolo, una idea inconcreta. Y, por supuesto, los habitantes de esos territorios que formaban parte de su patrimonio eran, simplemente, vasallos. Lo hemos podido comprobar leyendo la cabecera de este documento de 1796 del rey Carlos IV, anterior a la Constitución de 1812[i]

Carlos IV, 18 de agosto de 1796
Sin embargo, años más tarde, en una España Constitucional, Isabel II en el Decreto de desamortización de bienes firmado siendo Pascual Madoz ministro de Hacienda, publicado en la Gaceta de Madrid, hoy conocida como Boletín Oficial del Estado, aparece en los siguientes términos[ii]:

Encabezamiento del Decreto
de desamorortización
El origen de este cambio se encuentra en la potente burguesía que en aquellos momentos se iba haciendo con el control económico y demandaba un poder político que terminará consiguiendo, a pesar de la feroz resistencia que oponían los reyes absolutos. Es el Liberalismo, la corriente de pensamiento y acción política que se opone al despotismo. Con la Constitución de Cádiz y con el Liberalismo que la apadrina, España se convirtió en una de las pioneras en el Mundo en iniciar el necesario cambio hacia la libertad y el reconocimiento de derechos y deberes de los ciudadanos.
La Constitución de Cádiz no fue fruto de la casualidad, pero sí de la oportunidad. El secuestro de la patética Familia Real Española en Francia por Napoleón, la invasión francesa y la resistencia del pueblo español, unido como nunca lo ha vuelto a estar frente a la arrogancia gala, dio lugar a una respuesta entusiasta y progresista para forjar la primera carta magna de la Historia de España. Recordemos y rindamos un pequeño homenaje a esos grandes y poco conocidos creadores de la Constitución de 1812, como Agustín Argüelles, Diego Muñoz Torrero o José Mª Queipo de Llano, entre otros muchos.
Sin embargo, «La Pepa», nombre despectivo que aplicaron a la Constitución de 1812 sus enemigos para, con el grito de “«Viva la Pepa», crear un sinónimo de desorden y confusión, es la norma constitucional más breve en cuanto a vigencia, dado que apenas rigió entre 1812 y 1814. En este año fue abolida por el rey felón, Fernando VII, quien hizo volver a España al despótico absolutismo y persiguió brutalmente a todos los liberales que la defendían. Reapareció entre 1820 y 1823, tras el triunfo del enésimo golpe militar contra el Rey, pero la intervención de una Europa demasiado temerosa de la vuelta a los conflictos que envolvieron a la Revolución Francesa acabó con su vigencia y frenó el naciente liberalismo español.
Si en un párrafo anterior rendíamos homenaje a sus autores, en éste debemos recordar a sus mártires. Miles de hombres y mujeres fueron encarcelados y torturados por sus ideas en una España oscura y sombría. Tanto el Rey Fernando VII y su máquina policial y judicial, como el lado más reaccionario del país conocido y autonombrado como “los apostólicos”, les persiguieron con machacona obstinación y llevaron al cadalso a sus más insignes defensores, como Juan Martín, guerrillero de la Guerra de la Independencia más conocido como “El Empecinado”, muerto a bayonetazos cuando se dirigía al cadalso; Rafael del Riego, arrastrado a la horca en una serón de esparto tirado por un burro para mayor humillación, o el heroico Torrijos, fusilado con sus 52 compañeros en las playas de Málaga.
Pero nadie podía frenar al Liberalismo que, tras un tortuoso siglo XIX, salía indemne de los duros y reiterados ataques que sufría por parte del Carlismo y se terminaba abriendo paso para aparecer con todo su esplendor en el primer tercio del siglo XX, plasmándose en la segunda gran Constitución Liberal española, la republicana de 1931, elaborada bajo la presidencia de Luis Jiménez de Asúa y con la imprescindible intervención de Clara Campoamor, la mujer que luchó y consiguió el voto femenino aunque esto le costase el rechazo y el ostracismo por parte de sus antiguos compañeros de partido. Pero a Clara Campoamor nunca le pesó cometer ese «pecado mortal», como ella llamaba a su lucha y a su triunfo.
El Franquismo supuso un paréntesis de cuatro décadas a un liberalismo incontenible que se desbordó a partir de 1977, con las primeras elecciones democráticas tras la muerte del Dictador y, sobre todo, con el nacimiento de la orgullosa heredera de la Constitución de 1812, la Constitución de 1978, actualmente vigente y que nos ha guiado hacia la modernización, el derecho y la igualdad.
El Liberalismo sigue hoy vivo y sigue siendo necesario frente al encasillamiento ideológico y doctrinas económicas y sociales que, en su obsesión por estar en posesión de la verdad, olvidan el verdadero sentido de la política: el bien común a partir de la plena consecución de libertades y derechos. Por desgracia, demasiados políticos no saben estar a la altura de su cometido, demasiado empeñados en abordar sus funciones políticas como una labor profesional (profesionalizando la política) en su propio beneficio y olvidando lo que la Constitución de 1812, hace más de doscientos años, afirmaba al respecto en su artículo 13:
El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.
Yo me declaro abiertamente Liberal, como la Constitución de 1978 que, con los defectos de la edad, es la mejor posible, aunque manifiestamente mejorable para adaptarse a los tiempos y superar defectos propios de una democracia incipiente que la creó en un ambiente todavía convulso tras la muerte de Franco. Y me declaro Liberal y por encima de la tópica clasificación que divide la política en izquierda, centro y derechas algo superado hace décadas como bien afirmó D. José Ortega y Gasset en su «Prólogo para franceses» de «La Rebelión de las masas» en 1937, cuando afirmaba:
Ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral (…)
El rígido encasillamiento en izquierdas o derechas hace que el hombre se ciegue en cerradas ideologías, se restrinja a encuadrarse en términos y pensamientos uniformes, les impida pensar en forma extensa y les haga olvidar que por encima de las restringidas ideologías se encuentran las ideas que nos conducen al verdadero objetivo de la política: el bienestar, el bien común.
Hoy, con sus luces y sus sombras, vivimos en la normalidad de un ambiente político claramente Liberal que, estoy seguro, muchos no se han planteado jamás de donde proviene, e incluso pueden pensar que ha sobrevenido por inercia o, simplemente, porque sí. La Historia no se construye sola, sino que la forjan a lo largo de los años muchos hombres y mujeres excelentes que injustamente pueden caer en el olvido. Sirvan estas líneas para recordarles y para hacer reflexionar sobre un hecho innegable: el avance no es posible sin personas excepcionales y sin el trabajo de aquellos que han tenido el valor y la claridad de ideas para conducir a la sociedad hacia su progreso y cumpliendo un requisito imprescindible: dejar en segundo término sus intereses personales.

Luis Orgaz Fernández
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