¿EXISTIÓ EL IMPERIO ESPAÑOL? EL CONCEPTO PATRIMONIAL DEL ESTADO

Efectivamente, esa es la pregunta: ¿existió el Imperio español? ¿Los habitantes de lo que hoy es España se veían a sí mismo formando parte de un imperio llamado español en los siglos XVI, XVII o XVIII? Que existió un imperio es evidente, pero ¿era español? O, por el contrario, ¿era, simplemente, el patrimonio enorme de una familia?

Hace bastantes años, en un tribunal de oposición para aspirantes a profesor de Geografía e Historia de Educación Secundaria, un candidato que debía desarrollar el tema «La Monarquía Hispánica bajo los Austrias», comenzó su disertación con la siguiente frase: «El imperio español nunca existió».

Lo cierto es que fue el único de los que eligieron este tema que se atrevió a hacer tal afirmación, y de forma tan contundente.

Yo, que en aquel momento me encontraba como presidente de ese tribunal, observé a mis cuatro compañeros y pude ver expresiones de sorpresa, e incluso de asombro. Al finalizar, cuando el opositor salió de la sala se abrió un fuerte debate, porque se había tocado un punto caliente que, sin duda, historiográficamente despertaba y sigue despertando pasiones. En aquel momento, las posturas eran tan contrapuestas, a favor y en contra de tal afirmación, que fue imposible ponerse de acuerdo, por lo que se zanjó la discusión acordando no tenerlo en cuenta al valorar al candidato.

Este suceso nos lleva a preguntarnos ¿desde cuándo existe España? La pregunta es procedente, porque para que exista un «imperio español» necesariamente debemos contar con una entidad política que se llame «España». Si España, políticamente hablando, no existe, debemos concluir que mucho menos puede existir un «imperio español», salvo de manera figurada o metafórica.

Habitualmente se considera que España nace con el matrimonio de los Reyes Católicos que permitió, según se dice, la unión de los dos grandes reinos de la Península Ibérica de finales del siglo XV: Castilla y Aragón. Al menos esto es lo que a mí, desde niño, me enseñaron en la escuela y, a día de hoy, se sigue en muchos casos afirmando.

Si nos remontamos a aquellas fechas en el último cuarto del siglo XV, comprobaremos que, además de Castilla y Aragón regidos respectivamente por Isabel I y Fernando II, ambos pertenecientes al linaje de los Trastámara, también se encontraban en la Península los reinos de Navarra, Portugal y Granada, este último en manos de los Nazaríes musulmanes. Es cierto que Granada fue conquistada por Castilla, con ayuda de tropas aragonesas en 1492, y que Navarra fue anexionada, también por Castilla, en 1512, cuando Isabel ya había fallecido y actuaba como regente su viudo Fernando, dado que la legítima heredera, Juana I, conocida como «la Loca», había sido incapacitada para reinar.  Excepto Portugal, parece aparentemente, que hay una unión nacional que se representa en el escudo de España y recae sobre el nieto de los Reyes Católicos, el austríaco Carlos I (Carlos V por ser también emperador del Sacro Imperio).  Pero, ¿estos datos nos aseguran que realmente comenzó a existir España con los Reyes Católicos? ¿Fue Carlos I, heredero de Juana I, señor de un imperio español? Incluso podemos plantearnos otra pregunta: ¿Tuvo Carlos I conciencia de ser español? ¿Creía que España era la nación que le representaba y con la que se identificaba? ¿Existió, en suma, España como entidad política?

Vamos a intentar contestar a estas preguntas.

El matrimonio de Fernando e Isabel ha sido malentendido en numerosas ocasiones. No fue una simple boda en la que deciden casarse en régimen de bienes gananciales y, a partir de ese momento, ellos comparten en igualdad jurídica lo que ambos poseen. El matrimonio de Isabel y Fernando fue más complicado, supuso muchas negociaciones y unas capitulaciones matrimoniales firmadas por ambos en 1475, conocidas como la Concordia de Segovia[i]:

En este valioso documento se establecieron las pautas de colaboración entre ambos reinos, así como el papel que cada uno de los contrayentes debía desempeñar en cada uno de ellos[ii]. Se constituyó así lo que se denomina una unión dinástica, por la que cada reino mantenía sus leyes, sus tribunales, su ejército, su moneda, etc. y su independencia respecto al otro, e incluso su nombre: Castilla y Aragón, aun cuando ambos reinos debían terminar perteneciendo a una sola persona, preferentemente el hijo mayor varón de los actuales monarcas.

Por tanto, no crearon explícitamente el reino de España, sino que mantuvieron los reinos tal y como los heredaron.

Sin embargo, sería injusto y falso negar que el concepto unitario «España» aparece constantemente en las crónicas y documentos de la época de los Reyes Católicos y reinados posteriores para referenciar (solo referenciar) su reinado conjunto. Acudiendo al profesor Nieto Soria[iii] comprobamos que el término España aparece repetidamente y desde diversas perspectivas. Andrés Bernáldez, uno de los cronistas contemporáneos de los Reyes Católicos, lo utiliza desde una perspectiva geográfica, identificando a España con el territorio peninsular. Por su parte y desde una perspectiva histórica, Diego Valera escribe la Crónica de España y, de la misma forma, el muy notable Antonio de Nebrija no deja lugar a dudas a la identificación del reinado de Isabel y Fernando con la Historia de España. Desde el reino de Aragón comprobamos la misma tendencia con autores de renombre como Joan Margarit y Pau o Fabricio Gualberto Vagad. No obstante, en todas estas crónicas se puede captar el sentido que otorgan al concepto España, identificándolo solamente con el territorio hispánico o la Hispania romana, pero alejados de un significado de unidad nacional. Es decir, se identifica a España con la península Ibérica, algo que es evidente si tenemos en cuenta el afán de los reyes de conquistar Granada, de fundirse con Portugal a través de lazos matrimoniales y, más tardíamente, de conquistar Navarra.

Desde el punto de vista religioso se aprecia también el significado de España como territorio que se corresponde con la antigua Hispania Romana y encontramos una muestra en la denominación que se otorga al gran cardenal de la época, Pedro González de Mendoza, que en las crónicas aparece como «el Cardenal de España».

Por tanto, en los cronistas que reflejan el sentir de esta época, se puede apreciar el deseo implícito de ver unida políticamente la Península Ibérica, pero como un mero deseo, alejado de una realidad que venía marcada por una clara división política y administrativa entre los diferentes reinos. La base de esta reivindicación que subyace en estas crónicas es la memoria del devenir histórico de la Hispania Romana y de la Monarquía Visigoda, como un recuerdo añorado de unidad política y territorial, reforzado todo ello por reyes anteriores como Alfonso VI que no dudó en intitularse Imperator totius Hispaniae o su hija Urraca I que se nombró Totius Hispaniae Regina.

De hecho y como prueba incontestable de lo anteriormente expuesto, Hernando del Pulgar, cronista de los Reyes Católicos y contemporáneo a ellos, menciona un hecho en el que queda suficientemente probado que el concepto España para los Reyes Católicos se encuentra lejos de hacer referencia a una unidad política. Este cronista escribe que, con motivo de la muerte de Juan II de Aragón en 1479 y el ascenso al trono de Fernando, se debatió en los consejos reales como debían intitularse los reyes[iv]:

Platicose asi mismo en el consejo del Rey e de la Reyna como se devían yntitular; e como quiera que los votos de algunos de sus consejos eran que se yntitulasen reyes y señores de España, pues subcediendo en aquellos reynos del rey de Aragón eran señores de la mayor parte della, pero determinaron de lo no hacer, e yntituláronse en todas sus cartas en esta manera:  Don Fernando e Doñá Isabel, por la gracia de Dios rey e reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Secilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jahén, del Algarve, de Algezira, de Gibraltar, conde e condesa de Barcelona, señores de Vizcaya e de Molina, duques de Atenas e Neopatria, condes de Rosellón e de Cerdaña, marqueses de Oristán e de Gozano.

Esto explica que en la mente de Isabel y Fernando se tuvo en cuenta la posibilidad de crear una unidad política moderna que rompiera con la inercia medieval, pero las circunstancias no eran aún propicias para conseguirlo y optaron por mantener una unión dinástica basada en la unidad de acción, pero con independencia de los reinos que la integraban. A pesar de todo, los cronistas antes mencionados y otros importantes testigos de la época como Pedro Mártir de Anglería, Andrés Bernáldez o Hernando de Talavera, no dudaron en referirse a Isabel y Fernando como reyes de España, probablemente como reflejo inconsciente que rememoraba una preexistencia histórica añorada y anhelada.

Por tanto, en la época de los Reyes Católicos el concepto de estado no existe como hoy lo entendemos nosotros. Frente al actual concepto unitario de estado encontramos en aquel momento el concepto patrimonial del estado, un concepto de origen medieval que consiste básicamente en considerar que todas las tierras que pertenecen a un linaje constituyen un todo que subsiste por el esfuerzo de sus súbditos y se mantiene unido bajo el mando de quien las posee, pero manteniendo cada reino o señorío sus Cortes y sus propias leyes, jueces, costumbres y moneda. Este concepto patrimonial que, sin duda, comenzó a desmoronarse en el siglo XVI perduró en Europa y muy especialmente en España, donde el nieto de Isabel y Fernando y posteriormente todos los miembros de su dinastía lo mantuvieron. Veamos como muestra a continuación el encabezamiento de un documento oficial firmado por Carlos I en 1521, nieto de los reyes católicos y primer rey de la dinastía austríaca, que copiamos literalmente a continuación[v]:

En este documento en ningún momento aparece un término unificador, como rey de España o soberano hispánico, porque realmente el término hispánico seguía haciendo referencia a un origen común con base en la Hispania Romana o el Reino Visigodo de Toledo, pero en modo alguno este término tenía connotaciones políticas[vi].

No puedo dejar de mencionar, llegados a este punto, la nota discordante que en el primer cuarto del siglo XVI nos regaló un jurista de la talla de Francisco de Vitoria. Este fraile dominico, profesor ilustre de la Universidad de Salamanca, difería notablemente de esta línea de pensamiento que relacionaba al estado con el patrimonio personal de una familia. En la inmovilista España un colectivo, la Escuela de Salamanca, liderada por el padre Vitoria, puso las bases del Derecho Internacional moderno, y disintió palpablemente de la línea oficial. Vitoria nos dejó ideas muy claras y distintas sobre lo que se entendía por autoridad política y cómo la adquirían reyes y emperadores. La autoridad, para Francisco de Vitoria, emana de Dios, que la otorga a la comunidad, y la comunidad la transfiere, la dona voluntaria y conscientemente, a los gobernantes[vii]. Esta idea constituye, hace nada menos que quinientos años, una aproximación bastante evidente a la idea actualmente aceptada de que el pueblo es el depositario de un poder que concede o delega en sus representantes.

Las ideas de la Escuela de Salamanca y del padre Vitoria tuvieron mucha aceptación y fueron ampliamente debatidas en ambientes universitarios. Pero, por el contrario, en las Cortes europeas y más concretamente en las Cortes de los reinos hispanos tuvieron inicialmente poca repercusión. El poder patrimonial del rey seguía siendo la forma admitida, a pesar de que esta organización arcaica generaba problemas de gobierno, como la falta de cohesión interna, la desorganización e incluso la rivalidad. Es por ello que en 1626 el conde duque de Olivares, valido de Felipe IV, tomó la primera iniciativa unificadora con una propuesta política que denominó la Unión de Armas, por la que todos los territorios de su Majestad debían contribuir al esfuerzo común con medios proporcionales a su riqueza y poder dado que, hasta ese momento, solo Castilla financiaba los ingentes gastos de la Corona. Este primer intento de crear una estructura de estado moderno fracasó sin embargo por la oposición de todos excepto Castilla, oposición que se hizo violenta y terminó en conflicto bélico en Cataluña y Portugal.

La dinastía o casa de Austria se prolongó con esta idea patrimonial del estado hasta el año 1700. Cada territorio mantenía sus propias leyes, fueros y privilegios que el monarca debía respetar. El equilibrio político se sustentaba en un pacto entre el rey y sus señoríos, por el que los súbditos le juraban fidelidad siempre y cuando el rey jurara respetar sus fueros particulares.

Los reyes de la casa de Austria fueron cinco solamente pero reunieron sobre su cabeza un gran número de posesiones, patrimonio de su estirpe, de su casa, de su dinastía. Este inmenso patrimonio que se enumera en el documento de Carlos I, se mantuvo a duras penas y fue defendido por los súbditos de sus católicas majestades. Estos reyes nunca pretendieron en sus múltiples conflictos conservar o engrandecer su patria, como algunos equivocadamente pretenden explicar, sino sus posesiones, las posesiones de su familia, de su linaje. Y para ello utilizaron el esfuerzo y la sangre de sus vasallos que, lejos de la romántica idea de «dulce et decorum est pro patria mori» («Es dulce y honorable morir por la patria»)[viii], en realidad, lucharon, sufrieron y murieron por engrandecer y proteger las «fincas» de sus señores, eso sí, dulce y honorablemente. Esto desmiente la idea de la existencia de un Imperio Español porque, en realidad, lo que existió fue el Imperio de los Austrias. A este desmentido podemos sumar la identificación de Carlos I y Felipe II como grandes estadistas. En realidad, la gestión social, demográfica, política y económica de estos reyes y sus tres sucesores fue tan desastrosa que me atrevo a afirmar que con esta dinastía de lo único que se puede hablar desde sus inicios es de decadencia.

En el año 1700 el último rey de la casa de Austria, Carlos II «el Hechizado», murió sin descendencia y designó como heredero a su sobrino nieto Felipe de Anjou, nieto a su vez del todo poderoso rey de Francia Luis XIV. Con esta designación terminó la segunda dinastía española, la de los Austrias, y se inició la tercera y actual, la dinastía Borbón.

Con Felipe V se inicia un cambio hacia la creación, por fin, de una Nación española. Sin embargo, esto no se produjo, ni mucho menos, rápidamente. No obstante, el necesario centralismo unificador comenzó a hacerse efectivo. El cambio se inició tras la Guerra de Sucesión española, cuando el nuevo rey, Felipe V, importó la manera francesa de estado único con los Decretos de Nueva Planta, iniciando la superación del medieval concepto patrimonial del estado. Felipe V castigó así la oposición y desafección hacia su persona mostrada por Aragón, Valencia, Mallorca y Cataluña, prohibiendo sus fueros, privilegios y usatges y obligándoles a aceptar las instituciones y la organización castellanas, imponiendo la unidad administrativa y dando un paso decisivo hacia la creación política de España.

Sin embargo, la inercia mantuvo las viejas formas y seguía costando mucho unificar en un solo término todas las posesiones del rey, porque todas las tierras sobre las que reinaba seguían siendo «suyas» y de su familia. Tras Felipe V, sus sucesores, Luis I, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, mantuvieron el concepto patrimonial del estado y evitaron denominar a todas sus posesiones, su patrimonio, con un concepto único y unificador: España. Lo podemos comprobar en sus documentos, como la cabecera del que a continuación incluimos que pertenece a Carlos IV. Se trata del Tratado de Alianza ofensiva y defensiva entre España y la República Francesa, firmado en San Ildefonso el 18 de agosto de 1796[ix].

Tratado de Alianza ofensiva y defensiva entre España y la República Francesa,
firmado por Carlos IV en San Ildefonso el 18 de agosto de 1796

Se observa que hay pocos cambios respecto al documento anterior de Carlos I fechado nada menos que 275 años antes. Sin embargo, algo se movía y avanzaba el Liberalismo, protagonizado por una pujante burguesía que no estaba dispuesta a mantener situaciones arcaicas. El marco europeo era demasiado influyente y las revoluciones burguesas se imponían. El pensamiento Ilustrado se filtraba y era absolutamente necesario iniciar un cambio político que pusiera a cada cual en su sitio.

Este cambio se dio en 1812 en la ciudad de Cádiz. El 19 de marzo de ese año se aprobó «la Pepa», la primera constitución liberal de España que marcó un nuevo camino. Las Cortes de Cádiz dieron en 1812 el espaldarazo final a la creación de la Nación Española y la entrada de España en la modernidad, gracias a una de las constituciones más progresistas de su tiempo.

Es un momento fascinante para España, como todos los que suponen un cambio histórico. Fascinante porque en España se inició una nueva forma de hacer política, la que había quedado bloqueada en las fronteras durante siglos por el inmovilismo de los Austrias y de sus socios los inquisidores. Fascinante también porque en España comenzamos a centrarnos en lo nuestro y, lenta y paulatinamente, dejamos de ocuparnos de «poner una pica en Flandes» o pasear la cruz de San Andrés de los Tercios por Europa para mayor gloria de su Majestad y preservar sus tierras. E igualmente fascinante porque comenzaron a fluir las ideas que hicieron cambiar el mundo, las luces de la Ilustración, de la mano de monarcas que por fin dedicaron algunos esfuerzos a pensar en el bienestar de su pueblo, aunque lo hicieran desde la posición de superioridad del déspota ilustrado.

La Soberanía Nacional es un concepto que aparece por primera vez en la Constitución de 1812, la Constitución que abre el liberalismo en España. Una soberanía nacional que acaba con el concepto patrimonial del estado y lo entrega a sus legítimos poseedores: los ciudadanos.

En los artículos 1º, 2º y 3º de esta magna carta se afirma respectivamente:

«La Nación Española es la reunión de todos los españoles»

«La Nación Española es libre e independiente y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona»,

«La soberanía reside esencialmente en la Nación y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente de establecer sus leyes fundamentales». 

Estas tres frases daban por terminado el medieval concepto patrimonial del estado, la vieja forma de organización política que durante siglos prevaleció en Europa y, por supuesto, en España. Esto suponía la entrada de España en la modernidad y, sobre todo, la creación de la Nación Española, una nación que en 1812 nace de pleno derecho.

Sin embargo, esto no fue definitivo. El sucesor de Carlos IV, el felón, desleal y traidor rey Fernando VII, al volver de su exilio dorado en Francia en el que disfrutó de una vida regalada mientras los españoles luchaban por su independencia frente a Napoleón Bonaparte, derogó la Constitución y persiguió y asesinó a los constitucionalistas.  Como muestra gráfica de esto, volvemos a contemplar uno de sus documentos que, como los que anteriormente hemos visto, vuelve a disolver a España en sus partes, a las que considera «su» patrimonio, eliminando de un plumazo a la Nación Española[x]:

Fernando VII no renunció a este concepto patrimonial y anuló la Constitución de 1812 y, por su parte, su hija y sucesora Isabel II siempre anduvo presta a mantener sus viejos privilegios. La regente María Cristina no hizo alusión a la Soberanía Nacional en el Estatuto Real de 1834, y en la Constitución de 1837 ubicó este término en el preámbulo, pero no en el articulado. Por su parte, Isabel II en la Constitución de 1845 sustituyó la Soberanía Nacional por una ambigua «soberanía compartida de las Cortes con la reina». Además y como reflejo de la inercia de siglos, el texto comienza con las siguientes palabras: «Doña Isabel II, por la Gracia de Dios y de la Constitución de la Monarquía reina de las Españas (…)». Se evita la larga relación de reinos y territorios del patrimonio real que siempre se hacía, pero se sigue hablando en plural de «las Españas»[xi].

Pero el progreso era imparable y a partir de Isabel II ya no se dudó de la existencia de la Nación Española y, sobre todo, de su titularidad, de su pertenencia a los ciudadanos, tal y como consta en las sucesivas constituciones y en la conciencia de los españoles.

Ha sido un largo camino. No dudo que hablar del Imperio de los Austrias o de los Borbones hace que los españoles nos sintamos parte de ese imperio, incluso como si fuera «nuestro», aunque en puridad no lo fuera. Fue un imperio sostenido por la sangre y la fuerza de los españoles, de eso no nos puede caber duda, a pesar de que sus legítimos poseedores (los reyes) ignoraran a su pueblo y lo utilizaran como vasallos fieles que les debían obediencia. Políticamente España no nace hasta 1812. Pero sintámonos orgullosos de un pasado histórico que nuestros antepasados construyeron con su esfuerzo, con su trabajo, con su sangre, con su heroísmo y con su constancia porque, aunque ese imperio no fuera suyo, en realidad y en justicia les perteneció.

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Luis Orgaz Fernández

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