CARLOS II: UN TESTAMENTO CONTROVERTIDO QUE CAMBIÓ UNA DINASTÍA
La muerte sin hijos de Carlos II era un hecho esperado que había sido minuciosamente preparado por las potencias europeas del momento. Su testamento, clave para designar al rey que le habría de suceder, era un documento crucial y, sin duda, merece nuestra atención.
Ante todo, debemos tener en cuenta que la situación era muy compleja en el difícil e inestable equilibrio de fuerzas políticas del año 1700. Como bien describe Joaquín Guerrero Villar en su tesis doctoral[i], el contexto político estaba marcado por la decadencia del Imperio de los Habsburgo españoles y el afán de sus competidores por desmembrarlo y repartirlo.
En los acuerdos de la Paz de Westfalia (1648) y de Los Pirineos (1659), Felipe IV concedió la independencia de las Provincias Unidas de los Países Bajos, cedió fortificaciones en la frontera de Flandes y entregó a Francia sus dominios al norte de los Pirineos: el Rosellón y la Cerdaña[ii]. Pero, con Carlos II, la Monarquía Hispánica aún mantenía como auténticas joyas varios territorios en Europa: Franco Condado, Luxemburgo, Flandes, Milán, Sicilia, Cerdeña y Nápoles[iii]. Fuera de Europa se mantenía la posesión de las Filipinas, algunas islas en el Océano Pacífico y, sobre todo, gran parte de América.
Luis XIV, casado con la hija de Felipe IV y prima suya, María Teresa de Austria, percibió claramente la posibilidad de saciar sus ansias expansionistas ante la debilidad del Imperio Hispánico y las noticias que sus agentes le enviaban desde Madrid en relación con la fragilidad de su cuñado, el príncipe heredero Carlos II. Sus primeros movimientos se centraron en los supuestos derechos de su esposa sobre tierras flamencas, sin demasiado éxito, por lo que tomó otra iniciativa en 1668, pactando con el emperador Leopoldo I de Austria para repartirse las posesiones de la Corona hispánica cuando las circunstancias fueran favorables. En este pacto Francia aspiraba a apropiarse de Filipinas, el Franco Condado, Flandes, Navarra, Nápoles y Sicilia. Sin embargo, la supervivencia de Carlos II y las difíciles relaciones políticas desembocaron en una larga guerra de nueve años y el agotamiento de los contendientes, que se vieron obligados a firmar en 1697 el tratado de Ryswick. Esta tregua debía servir para recuperarse de los esfuerzos bélicos y trazar estrategias ante la que se adivinaba próxima muerte sin herederos del rey de España. Inglaterra y las Provincias Unidas de los Países Bajos pretendían territorios y ventajas comerciales en América, en tanto que Francia y el Imperio ponían sus ojos en las posesiones europeas. Otra cuestión era como articular el reparto y, sobre todo, quien debía ocupar el trono de España, asunto que suponía el principal punto de fricción.
La elección de heredero ante la evidente imposibilidad de que Carlos II concibiera un hijo, también estuvo rodeada de fuertes rivalidades y tensiones internas en la Corte de Madrid. Estas rivalidades tuvieron dos protagonistas antagónicas, la reina madre, Mariana de Austria, y la segunda esposa de Carlos II, Mariana de Neoburgo. Fue tanta la tensión que podríamos hablar de «la guerra de las dos Marianas». Mariana de Austria, madre del rey, abogó desde un principio por la designación de su biznieto, José Fernando de Baviera, nieto de la infanta Margarita, la protagonista de Las Meninas, un niño por el que sentía especial cariño. Sin embargo, Mariana de Neoburgo, la segunda y decidida esposa de Carlos II, mujer ambiciosa e intrigante, era partidaria de que el sucesor al trono fuera su sobrino Carlos, archiduque de Austria, hijo del emperador Leopoldo I y de su hermana Leonor de Neoburgo (en el cuadro pueden observarse estas relaciones).

Árbol genealógico explicativo del conflicto sucesorio

Claudio Coello
En realidad, se trataba de una disputa familiar más que dinástica. El emperador Leopoldo I era, por una parte, abuelo de José Fernando de Baviera y, por otra, padre del archiduque Carlos, por lo que la sucesión se circunscribía, en uno u otro caso, a los Habsburgo austriacos. Es cierto que Leopoldo I se decantaba por que el heredero del inmenso Imperio Hispánico fuera su hijo, pero el mal carácter de Mariana de Neoburgo y el fuerte apoyo que Mariana de Austria encontró en personajes muy relevantes, como el cardenal-arzobispo de Toledo Luis Manuel Fernández Portocarrero, terminaron decantando a Carlos II por su sobrino nieto José Fernando de Baviera. Sin embargo, la firma del testamento que le designaba como sucesor al trono se demoró y no tuvo lugar hasta 1696, cuatro meses después de la muerte de la reina madre Mariana de Austria víctima de un cáncer de pecho. Fue una victoria póstuma de esta mujer y una clara derrota de Mariana de Neoburgo que salió de esta pugna muy desprestigiada ante la Corte y ante toda la opinión pública. El desprestigio de la reina llegó a ser tan patente que, cuando en agosto de 1696 tanto ella como Carlos II sufrieron una fuerte intoxicación alimentaria por un pastel de anguila, corrió el rumor de que se había tratado de un intento de envenenar a Carlos II por su esposa, por lo que se reunieron varios cientos de madrileños enfurecidos ante palacio amenazando con apedrearla si el rey fallecía.
Las protestas de Mariana de Neoburgo por el nombramiento del pequeño José Fernando de Baviera, protestas que rayaban en el histerismo y se saturaban de amenazas como recurrir al suicidio, así como sus posteriores intrigas, no obtuvieron fruto. Existen indicios de que la reina intentó quemar el testamento, y que incluso lo consiguió, pero de nada sirvió. El cardenal Portocarrero y el Consejo Real mantuvieron su influencia sobre el rey y consiguieron una ratificación del documento que testaba a favor del «pequeño bávaro» dos años después, en 1698. El testamento especificaba que, en el caso de fallecer el heredero, se otorgaban los derechos sucesorios al emperador Leopoldo I y a sus sucesores.
Esta decisión, que parecía incontrovertible, y la más que evidente decadencia física de Carlos II llevó a Luis XIV a pactar con Inglaterra y las Provincias Unidas de los Países Bajos un reparto del Imperio al morir Carlos II, excluyendo del acuerdo al emperador Leopoldo I. A tal efecto se reunieron en La Haya, en septiembre de 1698, firmando el Primer Tratado de Partición o Tratado de Loo. Admitieron que José Francisco de Baviera heredara el trono que incluiría Cerdeña, Flandes, Filipinas, las Indias y los territorios peninsulares excepto Guipúzcoa. Pero Luis XIV aprovechó para exigir compensaciones, tanto por renunciar a que su hijo el delfín optara a la sucesión, como para conseguir un equilibrio ante la acumulación de poder que basculaba hacia los Habsburgo austriacos al heredar el trono hispánico el nieto del emperador. En realidad, el rey de Francia pretendía satisfacer sus ambiciones expansionistas apropiándose de Guipúzcoa, Luxemburgo, los Presidios de Toscana, Nápoles y Sicilia. Al archiduque Carlos de Habsburgo, el gran derrotado, se le compensaría concediéndole el rico Milanesado.
Sin embargo, la situación dio un vuelco con la repentina muerte en 1699 del heredero José Francisco de Baviera que tan solo contaba con siete años de edad. Luis XIV movió sus fichas rápidamente y promovió un Segundo Tratado de Partición que en esta ocasión tuvo lugar en Londres en marzo de 1700 y que pretendía apuntalar a Francia como primera potencia. Luis XIV y Guillermo III de Inglaterra admitieron que el heredero de la Corona de España, con las Indias y Flandes fuera el archiduque Carlos de Habsburgo, pero Francia se apropiaría de Guipúzcoa, Luxemburgo, Nápoles, Sicilia, los Presidios de la Toscana e indirectamente, a través del duque de Lorena, del Milanesado.
La ambiciosa iniciativa francesa, apoyada por Inglaterra y con ciertas reservas por las Provincias Unidas de los Países Bajos a cambio de ventajas expansionistas y comerciales en Europa y América, no resultaba aceptable ni para el emperador Leopoldo I ni para la Corte de Madrid, encabezada por el influyente cardenal Portocarrero, presidente del Consejo de Estado. No solo consideraron estos acuerdos como inaceptables, sino que se percibieron como un insulto y como una amenaza. Y fue en este turbio y alterado ambiente, con la inminente muerte de Carlos II siempre presente, en el que se fraguó el cambio del testamento del rey y la designación definitiva de heredero al trono.
La situación era muy grave. Si se aceptaban las condiciones de Luis XIV y al archiduque Carlos como heredero, el Imperio Hispánico perdería de un plumazo casi todas sus posesiones europeas y Francia se consolidaría como la potencia hegemónica. Además, la entrega de Guipúzcoa (que incluía Pasajes, San Sebastián y Fuenterrabía) al reino de Francia era una concesión inconcebible, una punta de lanza clavada en la península ibérica. Pero, por otra parte, enfrentarse con Luis XIV suponía el enorme riesgo de perderlo todo por vía militar, máxime al contemplar que un poderoso ejército francés se encontraba apostado al otro lado de la frontera, preparado para una invasión inmediata ante la que no se estaba preparado. Por otra parte, ingleses y holandeses se aprestaban igualmente en América, deseosos de conseguir también apropiarse de territorios españoles.
Por otra parte, ingleses y holandeses se aprestaban igualmente en América, deseosos de conseguir también apropiarse de territorios españoles.

Juan García de Miranda (hacia 1700)
La guerra no era en ese momento la mejor opción, una guerra ante una alianza poderosa de Francia, Inglaterra y Holanda, aun cuando todos los contendientes estaban convencidos de la fuerza de los adversarios y del enorme desgaste que supondría para todos. No obstante, Luis XIV mantuvo su apuesta e hizo bueno la frase «Audentis fortuna iuvat»[iv] (la fortuna favorece a los audaces) ya que la tensión provocó cambios inesperados y a su favor en el testamento de Carlos II, como vemos a continuación.
En esta situación, el Consejo de Estado de forma casi unánime, con la firme oposición de la reina Mariana de Neoburgo, decidió el ocho de junio de 1700 que lo más acertado era dar un giro completo al testamento para mantener la integridad del territorio de la Monarquía Hispánica y evitar la guerra. La única solución consistía en conceder la corona al nieto de Luis XIV, el segundo hijo del delfín de Francia, Felipe de Borbón, duque de Anjou, desplazando en la línea sucesoria al archiduque Carlos. El desmembramiento del Imperio y su plena independencia solo podría evitarse aliándose con Luis XIV y confiando que este respetaría a su propio nieto al que vería como el mejor de sus aliados. La decisión fue comunicada al maltrecho Carlos II quien debía firmar un nuevo testamento en el que se entregaba el trono a un francés y, con ello, a los enemigos durante décadas de los Habsburgo tanto españoles como austríacos.
Existe un largo y encendido debate sobre cómo y por qué razón Carlos II entregó el trono a Felipe de Borbón a pesar del rechazo, incluso repugnancia, que podía sentir por sus tradicionales enemigos, un sentimiento que sin duda le había sido inculcado desde su infancia. Joaquín Guerrero recoge la anécdota que cuenta cómo a Carlos II, cuando era niño, siempre se le justificaba la rotura o desaparición de un juguete diciéndole que se lo había llevado o lo había roto el delfín de Francia[v].
Se han dado las más variadas versiones, como que el cardenal Portocarrero le arrancó la firma en su lecho de muerte amenazándole con la condenación eterna si no lo hacía. Otra versión alude a que Carlos II no fue consciente de la entrega del trono al francés y que el testamento fue firmado por el cardenal Portocarrero. Se justifica esta posibilidad porque al observar la caligrafía de la firma se juzga imposible que un hombre tan enfermo como el rey pudiera tener un trazo tan firme. Se ha especulado con maniobras de agentes franceses pagados por Luis XIV que manipularon de forma decisiva las decisiones para que el nombramiento recayera en Felipe de Anjou. Esta versión de los hechos, tal y como recoge William Coxe[vi], fue difundida por el Almirante de Castilla, Juan Tomás Enrique de Cabrera, conde de Melgar y grande de España, noble de gran influencia en la Corte de Madrid que, enfrentado a Portocarrero y perdedor en la disputa, se autoexilió en Lisboa en 1702 declarándose contrario a Felipe V y a favor del archiduque de Austria.
A este respecto, la posibilidad de que Luis XIV hubiera teledirigido desde Fontainebleau y Versalles la redacción del testamento a favor de su nieto, nada podemos afirmar con certeza, pero no resulta difícil creer que tuvo influencia. Joaquín Guerrero Villar, en su tesis, afirma que Francia no tenía embajador en Madrid por el enfrentamiento entre ambas potencias, pero menciona el nombre de varios agentes, algunos de ellos auténticos espías, que no dudaban en mantener vivo el llamado «partido francés», que trabajaba para los intereses de Luis XIV. Entre estos agentes podemos destacar a dos frailes, el mercedario Gabriel Blandinières y el capuchino padre Duval, pero sobre todo a dos mujeres, María Mancini, la condestablesa Colonna, hermana de una amante de Luis XIV y cuñada del marqués de los Balbases y, sobre todo, la Marquesa de Gudannes, que mantenía una abundante correspondencia con el rey de Francia manteniéndole plenamente informado de lo que ocurría en la Corte de Madrid. Lo cierto, aunque difícilmente demostrable, es que la mano de Luis XIV llegaba muy lejos y es más que probable que sus agentes influyeran en la decisión. William Coxe es uno de los autores que con mayor énfasis afirma que existió una trama que, desde Francia, determinó que la herencia recayera finalmente en el hijo del delfín, llegando a aportar hasta siete indicios que justificarían esta hipótesis[vii].
Joaquín Guerrero hace varias alusiones a la gran actividad que desplegaron los agentes franceses y, como ejemplo, podemos exponer la orden que Luis XIV dio a su hombre de confianza en Madrid, el conde de Harcourt, para que extremara los regalos y atenciones a la reina, Mariana de Neoburgo, para atraerla a su causa y disponer de su colaboración si fuera necesario.
Pero lo cierto es que todo son teorías y no hay datos que nos puedan llevar a conclusiones que resuelvan este debate con absoluta certeza. En cualquier caso, también podemos rechazar todas estas intrigas y estar de acuerdo con Guerrero Villar, que deduce en su investigación que Carlos II estuvo, muy a su pesar, de acuerdo en la designación de Felipe de Borbón, duque de Anjou, a quien ya podemos llamar Felipe V.
La firma del nuevo y definitivo testamento por el rey no fue inmediata a la recomendación del Consejo de Estado. Recordemos que la reunión en la que dicho Consejo decidió que lo más conveniente era entregar el trono a Felipe de Anjou se llevó a cabo el ocho de junio de 1700, y el testamento fue firmado por Carlos II el dos de octubre de ese año, cuatro meses más tarde y tan solo un mes antes de fallecer.
Esta demora estuvo motivada por las dudas del rey, por la consulta que realizó al Papa y a los obispos de Cuenca y Zaragoza, y por las presiones que se ejercían tanto por Luis XIV como por Leopoldo I. Luis XIV reforzaba el Segundo Tratado de Partición o reparto de las posesiones del Imperio Hispánico moviendo tropas en torno a la frontera pirenaica o en los puertos franceses más cercanos a Sicilia, Cerdeña y Nápoles, con una actitud siempre amenazadora. Por su parte, el emperador Leopoldo I enviaba misivas a Carlos II brindándole apoyo militar para un conflicto que se comenzaba a vislumbrar como inevitable.
Sin embargo, las cosas no pintaban bien para Carlos II. El Consejo de Estado consideraba que la ayuda ofrecida por Leopoldo I era mera palabrería. Además, posibles aliados como Venecia y Génova, cruciales para aportar barcos en la defensa de las posesiones italianas, se mostraban reacios a comprometerse y, para colmo, el Reino de Portugal parecía tomar partido por Luis XIV.
Así transcurrieron los cuatro meses, entre amenazas veladas, cartas cruzadas entre embajadores, insistencia del Consejo de Estado por nombrar heredero a Felipe de Anjou y, finalmente, con la recomendación del Papa de entregar el trono al nieto de Luis XIV. Sin embargo, Carlos II que conocía perfectamente la situación tal y como se demuestra en la tesis doctoral de Joaquín Guerrero, se resistía a firmar el nuevo testamento, aludiendo incluso a que todavía mantenía la esperanza de tener un hijo a pesar de que su salud era cada vez más precaria. No obstante, las recomendaciones del Consejo de Estado, del Papa y de los obispos de Cuenca y Zaragoza, así como las presiones y amenazas de Luis XIV y sus aliados le decantaron a tomar una decisión no deseada, pero necesaria. Aceptar a un francés, un Borbón, como rey de España era la decisión más acertada para mantener la integridad del Imperio, su independencia y salvaguardar en el catolicismo las almas de los pobladores de América ante la amenaza de ser conquistados por los herejes ingleses y holandeses.
Carlos II sufrió una fuerte recaída a finales de septiembre de 1700 e incluso se le administró la extremaunción el día veintiocho. La situación era crítica y Portocarrero, como presidente del Consejo de Estado le pidió que tomara la decisión. El rey, ante la gravedad, pidió a Portocarrero que redactara un testamento en la misma línea que el de su padre, Felipe IV, y en el que se incluyera de forma definitiva una cláusula con el nombramiento como heredero de Felipe de Anjou y las condiciones para entregarle el trono.
El testamento definitivo fue entregado al rey el día dos de octubre y firmado al día siguiente.
La cláusula del testamento de Carlos II en lo relativo a su sucesión en el trono es la siguiente. Merece la pena leerla y hacer algunas consideraciones al respecto[viii]:
CLAUSULA DEL TESTAMENTO, EN QUE EL REY NUESTRO SEÑOR DON CARLOS SEGUNDO NOMBRÓ, E INSTITUYÓ POR HEREDERO DE SUS REYNOS A LA MAGESTAD DEL REY DON PHELIPE QUINTO, NUESTRO SEÑOR, QUE DIOS GUARDE. (…)
Y reconociendo conforme a diversas consultas de Ministros de Estado, Justicia, que la razon, en que se funda la renuncia de las Señoras Doña Ana, y Doña María Teresa, Reynas de Francia, mi Tia, y Hermana, a la sucesión de estos Reynos, fue evitar el perjuyzio de unirse a la Corona de Francia: y reconociendo, que viniendo a cessar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el Pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos Reynos, y que oy se verifica este caso en el Hijo segundo del Delfín de Francia. Por tanto, arreglándome a dichas leyes, declaro ser mi Sucessor (en caso que Dios me lleve sin dexar hijos) el Duque de Anjou, Hijo segundo del Delfín, y como à tal le llamo à la sucesion de todos mis Reynos, y Dominios, sin excepcion de ninguna parte de ellos: Y mando, y ordeno à todos mis Subditos, y Vasallos de todos mis Reynos, y Señorios, que en el caso referido, de que Dios me lleve sin sucesion legitima, le tengan y reconozcan por su Rey, y Señor natural, y se le de luego, y sin la menor dilacion la posesion actual, precediendo el juramento, que debe hazer de observar las leyes, Fueros, y costumbres de dichos mis Reynos, y Señorios.
Y porque es mi intencion, y conviene assi à la Paz de la Christiandad, y de la Europa toda, y à la tranquildad de estos mis Reynos, que se mantenga siempre desunida esta Monarquia de la Corona de Francia, declaro consiguientemente a lo referido, que en caso de morir dicho Duque de Anjou, ò en caso de heredar la Corona de Francia, y preferir el goze de ella al de esta Monarquia, en tal caso, deba passar dicha sucesion al Duque de Berri su hermano, hijo tercero del dicho Delfin, en la misma forma: Y en caso de que muera tambien el dicho Duque de Berri, ò que venga à suceder tambien en la Corona de Francia, en tal caso declaro, y llamo à la dicha sucesion al Archiduque, Hijo segundo del Emperador mi Tio; y viniendo a faltar dicho Archiduque, en tal caso declaro, y llamo à la dicha sucesion al Duque de Saboya, y sus Hijos; y en tal modo es mi voluntad, que se execute por todos mis Vassallos, como se lo mando, y conviene a su mesma salud, sin que permitan la menor desmembracion, y menoscabo de la Monarquia, fundada con tanta gloria de mis Progenitores.
Y porque deseo vivamente, que se conserve la Paz, y union, que tanto importa à la Christiandad, entre el Emperador mi Tio, y el Rey Christianisimo, les pido, y exorto, que estrechando dicha union con el Vínculo del Matrimonio del Duque de Anjou con la Archiduquesa, logre por este medio la Europa el sosiego que necesita.
El testamento, firmado el 2 de octubre de 1700, recordemos que el fallecimiento del rey tuvo lugar el uno de noviembre, apenas un mes después, recoge de forma explícita las motivaciones y condiciones que dieron lugar a la designación de Felipe V. Veamos los párrafos más significativos:
(…) precediendo el juramento que debe hazer (Felipe de Anjou) de observar las leyes, Fueros, y costumbres de dichos mis Reynos, y Señorios.
(…) le llamo à la sucesion de todos mis Reynos, y Dominios, sin excepcion de ninguna parte de ellos.
(…) Y porque es mi intencion, y conviene assi à la Paz de la Christiandad, y de la Europa toda, y à la tranquildad de estos mis Reynos, que se mantenga siempre desunida esta Monarquia de la Corona de Francia.
(…) sin que permitan la menor desmembracion, y menoscabo de la Monarquia, fundada con tanta gloria de mis Progenitores.
Leyendo estos párrafos no cabe duda que la entrega del trono a Felipe V quedaba condicionada a la integridad e independencia de la Corona ante la ambición del poderoso vecino francés, evitando particiones o pérdidas de territorios, objetivos prioritarios para el Consejo de Estado y para Carlos II. No se trataba solamente de evitar la desintegración del Imperio y pasar a ser un satélite de Francia, sino también de evitar que los habitantes de los territorios de América pasaran a depender de potencias no católicas, Inglaterra y Países Bajos, y se incurriera en el enorme pecado de dejar a fieles católicos abandonados y a merced de los herejes.
Por otra parte, el testamento designaba a los sucesores en caso de fallecimiento de Felipe de Anjou o que este accediera a la Corona de Francia (era el tercero en la línea sucesoria tras su padre y hermano mayor), dando prioridad a su hermano pequeño y, en el caso de que este también muriera, otorgando la Corona al archiduque Carlos, es decir, a la casa de Habsburgo.
Es interesante también tener en cuenta como se aludía en dos ocasiones al deseo de paz, algo realmente complicado en el ambiente expansionista y belicista de la época. Para conseguir dicha paz se imponía la condición de mantener la Corona Hispánica desunida de Francia, como veíamos anteriormente y, por otra parte, se exhortaba a una alianza matrimonial que propiciara un acercamiento entre el Imperio y la nueva dinastía:
(…) Y porque deseo vivamente, que se conserve la Paz, y union, que tanto importa à la Christiandad, entre el Emperador mi Tio (Leopoldo I), y el Rey Christianisimo (Luis XIV), les pido, y exorto, que estrechando dicha union con el vinculo del Matrimonio del Duque de Anjou con la Archiduquesa, logre por este medio la Europa el sosiego que necesita.
El matrimonio del nuevo rey con una princesa austriaca nunca se llevó a cabo. Felipe V contrajo matrimonio con su prima, María Luisa Gabriela de Saboya y, a su muerte, con la italiana Isabel de Farnesio. Pero realmente esto fue poco relevante si lo contextualizamos en el conflicto bélico generalizado que se inició poco después y que dejó claro que una cosa eran los deseos y otra muy diferente los hechos.
La decisión de Carlos II fue comunicada inmediatamente a las cortes europeas y tuvo dos reacciones muy distintas.
En Francia, Luis XIV se reunió inmediatamente en Fontainebleau con su consejo y se evaluaron las consecuencias de aceptar el testamento. En el caso de aceptarlo pesaba negativamente la probabilidad de una guerra en la que Francia tendría que intervenir y sobrellevar el mayor coste y desgaste. Además, se renunciaba a todos los territorios que según el Segundo Tratado de Partición debían pasar a su poder. Por otra parte, se entregaba el Imperio Hispánico a un nieto de Luis XIV y a sus sucesores que, posiblemente, terminarían olvidando su origen e incluso enfrentándose a Francia al cabo de no demasiados años.
En el caso contrario, rechazando la oferta de entronizar a Felipe de Anjou, Francia daría una imagen de conciliación y buena voluntad al tiempo que ampliaría enormemente sus dominios (al conseguir los territorios pactados en el Segundo Tratado de Partición) y se reducirían los riesgos y costes de una cruenta y larga guerra.
Pero el argumento que terminó pesando fue que, al renunciar a la Corona de España y entregarla a Carlos de Austria, se unirían en una sola corona todos los territorios de los Habsburgo, austriacos y españoles, rodeando a Francia al sur, al este y al oeste, como en el siglo XVI con Carlos I y Felipe II. Además y una vez consolidado en el trono, era dudoso que el archiduque Carlos y su padre, el emperador Leopoldo I, aceptaran el Segundo Tratado de Partición, lo que daría lugar a una guerra en la que Francia podría encontrarse completamente sola o, cuando menos, debería llevar la mayor parte del esfuerzo bélico.

François Pascal Simon Gérard (1850)
Luis XIV, tras valorar estas reflexiones, aceptó el testamento de Carlos II el doce de noviembre de 1700. Felipe de Anjou fue presentado el dieciséis de noviembre en Versalles ante toda la Corte y el embajador español como Felipe V, el nuevo rey de la Monarquía Hispánica.
Sin embargo, en el lado austríaco las sensaciones y reacciones fueron muy distintas. El desdén que mostró la Corte de Madrid hacia los Habsburgo se hizo patente en el mismo instante en el que se comunicó a los embajadores la decisión a favor del borbón que constaba en el testamento del fallecido Carlos II. El duque de Abrantes, encargado de anunciar quien había de ser el nuevo rey se dirigió al embajador austríaco, Luis Harach, y con un tono tan sarcástico como exageradamente amable le dijo[ix]:
Mi buen amigo, tengo el placer mayor y la satisfacción más verdadera en despedirme por toda la vida de la ilustre casa de Austria.
El emperador Leopoldo I, decepcionado y dolido, percibió rápidamente la amenaza que suponía para el equilibrio europeo que un Borbón ocupara el trono de la poderosa Corona Hispánica. Su malestar y desacuerdo al quedar fuera de los primeros puestos de la sucesión él y su familia se hicieron saber rápidamente y podemos comprobarlo en la carta que remitió a Carlos II por medio de su embajador en la Corte de Madrid[x]. En esta carta, tras exponer el orden sucesorio, el embajador declaraba:
(…) ha tenido por la prezisa obligazión y carácter del ministerio que exerce en esta Corte, de protestar como lo haze en nombre de su Ilmo (el Emperador) por este papel firmado de su mano de la nulidad y imbalidazion de las referidas cláusulas de sucesión expresadas en dicho testamento y de cuanto se obrase y dispusiese en virtud de ellas, por ser en conocido agravio y sumo perjuicio de los justificados e indisputables derechos que tiene S.M.C. (Su Majestad Católica) a toda la Monarchia Española a quien a dado cuenta de tan inesperada novedad, y aguarda sus ordenes para lo que después devera executar
No parece que el emperador Leopoldo I se esperara este duro golpe a sus aspiraciones de controlar el trono de España a través de su hijo, el archiduque Carlos. En esta carta el embajador alude a «los justificados e indisputables derechos que tiene su S.M.C. (Su Majestad Católica, el emperador Leopoldo I) a toda la Monarchia Española». Esta afirmación que supone un firme posicionamiento no es una bravuconada, sino que tiene cierta legitimidad jurídica. A Felipe IV tan solo le sobrevivieron un hijo y dos hijas legítimos. El heredero y rey fue Carlos II, que murió sin descendencia. En cuanto a las dos hijas y su hipotético derecho al trono, la mayor, María Teresa, renunció a dicho derecho al casarse con Luis XIV de Francia. En cuanto a la segunda, la infanta Margarita, mantuvo el derecho a la sucesión y lo transmitió a su hija María Antonia, pero ésta lo perdió al renunciar también cuando se casó con Maximiliano de Baviera. Es cierto que estas renuncias podían ser impugnadas, porque la primera dependía de una dote por parte de Felipe IV que nunca se abonó y la segunda, la de María Antonia de Austria, debía ser ratificada por las Cortes de Castilla, de Aragón, Valencia y Cataluña que nunca se reunieron para hacerlo. El testamento de Carlos II, sin embargo, era muy claro y anulaba las renuncias de Ana María de Austria que se casó con Luis XIII de Francia y, sobre todo, anulaba la renuncia de su hermana María Teresa al casarse con Luis XIV. Lo podemos leer en el inicio del texto:
Y reconociendo conforme a diversas consultas de Ministros de Estado, Justicia que la razon en que se funda la renuncia de las Señoras Doña Ana, y Doña María Teresa, Reynas de Francia, mi Tia, y Hermana, a la sucesión de estos Reynos, fue evitar el perjuyzio de unirse a la Corona de Francia: y reconociendo, que viniendo a cessar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el Pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos Reynos (…).
Carlos II, al invalidar la renuncia de su hermana Maria Teresa activaba la vía sucesoria que llevaba a Felipe de Anjou.
Existía una situación jurídica muy confusa, pero enormemente insatisfactoria para el emperador Leopoldo I, que decidió alegar que la renuncia de María Teresa fue firme y, por otra parte, que él era descendiente directo por línea masculina del emperador Fernando I, hermano de Carlos I y, por tanto, legítimo sucesor del trono de la Monarquía Hispánica, por lo que se postulaba como heredero en su nombre y en el de sus hijos.
En diciembre de 1700 Luis XIV ya había preparado a Felipe V para la inmensa responsabilidad que le esperaba. El nuevo rey fue recibido en Madrid con enorme entusiasmo el dieciocho de febrero de 1701. Sin embargo, los nubarrones se habían comenzado a formar. Inglaterra y las Provincias Unidas de los Países Bajos mostraban decepción ante el incumplimiento del Tratado de partición y temor ante el enorme poder que adquirían los Borbones. El emperador Leopoldo I no ocultaba su disgusto ante lo que consideraba una traición. Y en Aragón, especialmente en Cataluña, se contemplaban estos sucesos y el advenimiento de Felipe V con expectación, pero, sobre todo, con desconfianza y temor de ver reducidos o incluso suprimidos, sus privilegios y fueros.
Los tambores de guerra sonaban con fuerza en toda Europa.
Este artículo está extraído de mi obra «Los primeros Borbones en la España de 1700. Entre locos y cuerdos»

Luis Orgaz Fernández
REFERENCIAS
[iii ]Estos territorios se mantendrán bajo poder de la Corona Hispánica hasta los Tratados de Utrecht de 1713-1715, salvo el Franco Condado que fue cedido a Francia en la Paz de Nimega en 1678.
[iv] Virgilio. La Eneida, cap. X, verso 284.
[viii] Ubilla y Medina, Antonio de. Sucesión del rey don Felipe V, nuestro Señor, en la Corona de España. Diario de sus viajes desde Versalles a Madrid, el que ejecutó para su feliz casamiento, jornada a Nápoles, a Milán y a su ejército, sucesos de la campaña y vuelta a Madrid. Madrid. Impreso en Madrid por Juan García Infanzón en 1704. Págs. 7-9.
También puede encontrarse en el Archivo General de Simancas, Ptr, Leg, 31, Doc.35. http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/description/2216579William. España bajo el reinado de la casa de Borbón. Op. cit. Págs. 68-69.
[x] Harach, Luis. Copia de la protesta que hizo el embajador de Alemania, conde Luis de Harach contra el testamento de Carlos II instituyendo por sucesor de la Corona de España a Felipe V. Archivo Histórico de la Nobleza, FRIAS, C. 62, D.136. Se puede encontrar en PARES (Portal de Archivos españoles): http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/show/3948595
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